Por Francesco Milella
A mediados del siglo XVIII la música italiana había conquistado definitivamente el público y la nobleza ibérica: después de Farinelli, cuya fabulosa relación con el Rey lo había transformado en una de las personas más influyentes en todo el Imperio, la península ibérica se fue llenando de partituras, músicos y compositores procedentes de las principales ciudades italianas, sobre todo de Nápoles. La mayoría de ellos llegaba a España con la esperanza de encontrar el éxito que no había alcanzado en su país de origen y de establecerse con su familia en alguna ciudad de provincia y ahí terminar serenamente su propria trayectoria musical.
Pero fuera de Madrid y de la corte imperial, la vida cultural era escasa y frágil: quien llegaba de Nápoles o Milán, soñando ingenuamente un puesto al servicio del Rey, en la mayoría de los casos terminaba trabajando en alguna capilla de provincia con pocos recursos económicos a su disposición y pocos estímulos musicales. Frente a un clima cultural tan poco atractivo, muchos de ellos comenzaron a considerar una alternativa que, aunque extrema y peligrosa, garantizaba un éxito que, por lo visto, el saturado mundo musical europeo ya no era capaz de dar: cruzar el océano Atlántico rumbo al continente americano y ocupar el puesto de maestro de capilla en una de las grandes catedrales virreinales.
Giuseppe Cristofani, Gregorio Panseco, Luigi Catalani son solo algunos los nombres de los compositores y violinistas que de Italia pasaron a España y de ahí a América, aceptando las propuestas que gobernadores o miembros del poder les hacían convencidos de que su valor musical no podía ser desperdiciado en alguna capilla de Extremadura o de Navarra. De todos ellos, uno solo logró alcanzar un éxito considerable capaz de superar su época para llegar hasta nosotros y entregarnos un catálogo de obras realmente fascinante: Ignazio Gerusalemme, hoy mejor conocido como Ignacio de Jerusalém.
Nacido en Lecce en 1707, en aquel entonces bajo el dominio español, Ignacio de Jerusalém comenzó sus estudios musicales en su ciudad natal bajo la influencia cultural de Nápoles. En 1732 viajó a España para ocupar el puesto de compositor en el Teatro Coliseo de la ciudad de Cádiz. Diez años después, en 1742, recibe una oferta para viajar a México, junto a un amplio grupo de músicos y cantantes, y trabajar como violinista y director musical del Teatro Coliseo de la Ciudad de México. En pocos años su actividad musical alcanza un éxito considerable: a partir de 1746 comienza a componer obras para la Catedral de la capital ocupando, a partir de 1749, el puesto de maestro de capilla interino. En 1750 es oficialmente nombrado maestro titular, puesto que ocupará hasta su muerte ocurrida en 1769.
No es necesario conocer precisamente los detalles biográficos de su vida musical en Italia antes de su partida a España y de ahí a México para percibir inmediatamente la fascinante influencia de la escuela barroca napolitana en la música de Ignacio de Jerusalém: tanto en el repertorio religioso como en el profano, el lenguaje del compositor italiano se caracteriza por melodías extraordinariamente claras y sencillas, por armonías y ritmos amables y elegantes, libres de cualquier extravagancia y en muchos sentidos anticipadores de ese estilo galante y neoclásico que en esos mismos años estaba comenzando a difundirse por toda Europa.
Aún sin alcanzar la profundidad y la perfección de un Durante o un Pergolesi, Ignacio de Jerusalém nos entrega un repertorio musical de extraordinaria elegancia, capaz de adaptar la tradición italiana napolitana a las nuevas circunstancias sociales y culturales de Nueva España, vinculadas a una cultura evangelizadora y católica, y de anticipar esa modernidad ilustrada que en Europa estaba viviendo su máximo auge y que en México llegará oficialmente solo con las Reformas Borbónicas a finales del siglo XVIII.
Te Deum
Misa a 8
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