Con Salome Richard Strauss sacude la moral de su tiempo y rompe las fronteras de la música definiendo nuevos caminos en la creación artística: pulsiones y obsesiones remplazan los ideales y las tradiciones del siglo XIX.
‘En principio era el aliento’. Algunas, quizás la mayoría, de las obras más simbólicas que marcaron el nacimiento de nuestra contemporaneidad musical parecen comenzar de la misma manera: un instrumento de aliento – un fagot en La Sacre du Printemps de Igor Stravinsky (1913), un clarinete en Rhapsody in Blue de George Gershwin (1924) o, incluso, en el memorable Quatuor pour la fin du temps de Messiaen (1941) – rompe el silencio, solo, con un canto delicado en el que nada parece anticipar el tumulto sonoro que está por llegar. El dato es sin lugar a duda curioso, casi anecdótico, pero revela mucho más de lo que aparentan coincidencias como esta. Estos ‘inicios’ musicales nos revelan un siglo XX – el más revolucionario, transgresivo y agresivo de nuestra historia musical – que mueve sus primeros pasos casi suspirando, construyendo poco a poco, nota tras nota, un canto romántico antes de llevarlo a sus extremos más expresivos, a menudo disonantes y traumáticos. Fracasos como el estreno parisino de la Sacre stravinskyana o éxitos descomunales como el de Rhapsody in Blue, muestran sin retórica hasta qué punto muchas de estas obras lograron sacudir la sociedad de su tiempo y redefinir por completo sus referencias y costumbres culturales. De todos estos ejemplos, el de Salome de Richard Strauss (Dresde, 1905), el primero en orden cronológico, es probablemente el caso más traumático y escandaloso. Una escala breve y desarticulada de un clarinete: así inicia la que el crítico del New York Times definió después de su estreno americano en 1907 como ‘una detallada y explícita representación de los más horribles, repugnantes, nauseabundos e innombrables elementos de degeneración que yo haya visto, leído o imaginado’.
Un libreto inmoral
Trauma y escándalo eran en realidad fenómenos que Salome había comenzado a fomentar mucho antes de su estreno. En aquel entonces Strauss tenía cuarenta años y estaba entrando en la cumbre más alta de su trayectoria musical tras los grandes éxitos de sus primeras óperas y de poemas sinfónicos como Tod und Verklärung en 1889 y Also sprach Zarathustra en 1896. Sus estrenos eran noticias internacionales y así fue su decisión de componer una nueva ópera sobre la traducción alemana de una de las obras teatrales más controvertidas de la época: Salomé de Oscar Wilde (1891). Una decisión que muchos tacharon como inaceptable e inmoral. Con Salomé Wilde había transformado la muerte del profeta Juan Bautista, degollado por Herodes Antipas para complacer a la bella Salomé, en un asunto sexual y siniestro: un triunfo de perversiones sin filtros en donde la violencia carnal y moral eran justificadas y estéticamente celebradas. Cuando Strauss presentó su ópera en Dresde habían pasado casi quince años del estreno de la obra de Wilde, pero la memoria de ese escándalo, así como los recuerdos de los procesos judiciales a cargo del escritor irlandés seguían vivos en la memoria y en los chismes de la sociedad intelectual occidental. Es probable que el mismo Strauss haya contribuido a alimentar este clima de curiosidad perversa cautivando la atención de los grandes de su época quienes, en momentos y lugares distintos, no dudaron en asistir al estreno local de la ópera. Memorable fue el estreno austriaco de Salome en Graz en 1906 (estreno que Mahler esperaba mover a Viena), en el que participaron Giacomo Puccini, Gustav Mahler, Arnold Schoenberg, Alban Berg y, se dice, también un joven pintor austriaco: Adolf Hitler.
…y una música perversa.
Al abrirse el escenario el escándalo alcanzó tamaños inesperados: las notas lánguidas y nasales del clarinete, tranquilizadoras para muchos, revelaron un mundo sonoro impredecible y desestabilizante, aún más perverso de los versos del mismo Wilde. El mundo hierático y arcano de la Biblia, de Salomé y de Herodes, se había transformado en un bacanal de sonidos enigmáticos y grotescos: un universo de impulsos psíquicos sin control y solipsismos obsesivos y esquizofrénicos. La realidad no aparecía como tal sino filtrada a través de los delirios y las pulsiones de sus personajes, fuera el amor carnal y perturbador de Salome por el profeta Jochanaan o de Herodes por su hijastra. De inmediato quedó claro que la música de Strauss no buscaba tomar distancia de todo este mundo o criticarlo. Al contrario: Strauss estaba describiendo ese mundo en cada detalle, tanto el mundo de los objetos como en la mente de los personajes. Por primera vez la música estaba exaltando ese mundo psíquico habitado por fantasmas y pulsiones escondidas que apenas se estaban comentando en el mundo científico en los libros de Dr. Freud.
Con el final, la ópera de Strauss supera a sí misma. Salome danza para Herodes (Danza de los Siete Velos) y lo convence de matar a Jochanaan. Finalmente, la princesa judía toca a su objeto amado: la cabeza degollada del profeta. Presa por su delirio amoroso, Salome besa sus labios podridos y sangrientos: ‘Ah! Ich habe deinen Mund geküsst, Jochanaan’ (Al fin besé tu boca Jochanaan). La música se desliza siniestramente siguiendo los gestos perversos de Salome. Las cuerdas crean un clima tenso y perverso. La tensión armónica alcanza niveles de esquizofrenia: por un instante Strauss parece alejarse del escenario y juzgar ese gesto con disgusto. Pero con pocas notas todo cambia. ‘Hat es nach Blut geschmeckt? Nein! Doch es schmeckte vielleicht nach Liebe’ (¿Era el sabor de la sangre? No, quizás fue el sabor del amor’). Strauss abandona su moralismo y se deja guiar por Salome: la orquesta deja su tono siniestro y se eleva hacia sonoridades wagnerianas en una celebración espiritual del amor. El beso de Salome es el beso absoluto, la culminación definitiva y carnal de un deseo amoroso inagotable.
El escenario del XX
Strauss le había dado al clavo: la sociedad se escandalizó, censuró la ópera, pero no dejó de hablar de su Salome, de ir a escucharla, era parte de la novedad del momento. Sin embargo, con algunas excepciones, pocos entendieron realmente la revolución que esa ópera estaba representando en la historia de la música. Con el siglo XIX la música había aprendido a mirar al ser humano idealizando sus sueños y celebrando sus emociones más nobles. Desde Beethoven hasta Grieg, la intimidad humana se había vuelto objeto de reflexión estética e intelectual. Pero nadie se había atrevido a ir más allá y explorar ese mundo que por siglos el occidente había escondido en manicomios y libros prohibidos. Salome pone por primera vez todo ese mundo bajo la luz del sol, representando minuciosamente cada detalle de un tabú milenario hasta sus últimas notas cuando Strauss, finalmente, parece conceder un momento de descanso moral a su público de ayer y de hoy. Herodes, quien había observado el beso de Salome desde el fondo de la escena, grita toda su alucinación y aborrecimiento: ‘Man töte dieses Weib!’ (¡Maten a esa mujer!). La orquesta lo acompaña expresando con un ruido torpe y obsesivo, confuso y penetrante lo que sus palabras no logran pronunciar. Nada más lejos de la vaporosa escala musical del clarinete con la que, recordando las palabras del crítico musical Alex Ross, Strauss había abierto la ópera y, con ella, ‘el escenario del siglo XX’.
Comentarios