Huésped de la aurora de Jorge Torres Sáenz

Por Mauricio García de la Torre El domingo 14 de febrero asistimos al estreno mundial de Huésped de la aurora, obra del compositor mexicano Jorge […]

Por Música en México Última Modificación enero 25, 2019

Por Mauricio García de la Torre

El domingo 14 de febrero asistimos al estreno mundial de Huésped de la aurora, obra del compositor mexicano Jorge Torres Sáenz (1968) ejecutada por la Orquesta Filarmónica de la UNAM bajo la dirección del alemán Hansjörg Schellenberg.

La carrera compositiva de Torres Saénz continúa en un irrefrenable ascenso desde los años de La Venus se va de juerga, El mundo según Shitao o Salón Calavera. Su más reciente entrega es muestra de evolución y refinamiento continuos. Torres se ha caracterizado por un magnifico oído musical, dotado de una intuición que rige con libertad su impecable técnica de orquestador. Como sociedad debemos celebrar a aquellos compositores que evitan el conformismo estético y cumplen el deber artístico. El caso de Torres entra en este rubro.

La partitura pide tres instrumentos solistas, oboe, arpa, acordeón y gran orquesta. El formato concertante es un pretexto acaso para otorgar protagonismo al disímil trío insertado en la orquesta y explotar sus capacidades.

Huésped de la aurora inicia con una inmersión súbita en un sombrío universo elástico. La metálica fricción del arco sobre un plato suspendido da lugar a gestos en las cuerdas cuyo matiz general es el de un tremor magmático. Múltiples colores acompañan, angulosos trazos del piano, rebotes libres en los violines y breves glissandi en los metales.

Silencio… después una pulsión tenue y breve compartida por varios instrumentos.

El sutil bramido cavernoso del acordeón aparece en el grave. En cada instancia es coloreado en formas distintas pero emparentadas, en particular por las percusiones, el halo de la gran caja, timbales y asomos de la resonancia del piano. La arpista ataca con cierta violencia las cuerdas más largas en un acuoso pasaje, el registro sube y el piano termina algunos de sus gestos ascendentes. El solo de arpa adquiere perfiles bruscos con los furiosos rasgueos con ambas manos.  En ocasiones las percusiones compiten con los esfuerzos de la arpista, salvo que la ubicación propia en el público tuviera que ver con ese detalle. El set percusivo era muy variado, con diferentes tamaños de tam tam (alguno sumergido en agua), pequeños gongs, botellas de vidrio, bloques de madera, tambores, etc.

Luego impera una mayor actividad general, más dialogante entre los solistas y azarosa en el color orquestal, hasta que finalmente se levanta el tercer solista. El oboe aparece con un solo que tiende hacia su propio rompimiento como instrumento melódico. Los multifónicos constantes y las falsas octavaciones del acompañamiento contribuyeron a este comportamiento. Hubo relevos fantásticos de la línea del oboe, como aquel que perpetuó una trompeta con sordina al retomar la tensión del registro agudo del doble caña.

El acordeón se erige como el pacificador de la actividad con alturas sostenidas en su registro sobreagudo. Aunque la proliferación de elementos no cesa de tajo, queda claro su papel definitivo. Una pausada progresión de tres notas en lo alto desenmascara la sección final, acordes estáticos con cierta distancia e indiferencia. Algunos elementos cierran el circulo como los multifónicos del oboe y la puntuación motívica de los gongs pequeños.  

De entre ese tejido emerge sin prisa lo inesperado, el amanecer luminoso de un acorde consonante coloreado con enorme tiento y talento, con la suficiente sombra para no obviar sus intenciones y la justa magnitud para convencer a la audiencia de que le aguarda un bellísimo, calmo y contemplativo final.         

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