Por Francesco Milella
Mientras que en Alemania la rígida impostación luterana comienza a dirigir la música hacia una religiosidad severa y espiritual, y en Italia castratos y violines van conquistando las cortes con la dulzura y el virtuosismo de su canto, en Francia un silencioso ejército de músicos comienza lentamente a trasladarse y a establecerse definitivamente en París, convocado por un rey deseoso de trasformar su corte en una verdadera cuna del arte y de la música.
Se trata de Luis XIII (1601-1643). La historia habla de él como el primer monarca absoluto de la historia moderna, fundador del gran imperio francés en el continente americano y – cómo podemos olvidarlo – padre del más famoso Luis XIV, el Rey Sol. Pero, la verdad, Luis XIII fue mucho más, sobre todo para quienes amamos la música y su historia.
Después de casi cincuenta años de guerra, en 1628 Luis XIII logra vencer casi definitivamente a los protestantes franceses (los hugonotes) dando así inicio a un rápido proceso de “renacimiento” espiritual (católico obviamente): comienzan en esos años a imprimirse (y reimprimirse) con impresionante rapidez salmos, antífonas, misales y versos espirituales tanto en latín como en francés que, casi inmediatamente, se convierten en textos para música religiosa.
El motete, en su doble forma de grand y petit motet, se impone inmediatamente como la forma musical más importante de esta primera fase del barroco francés. De su forma medieval, fuertemente vinculada a las exigencias de la liturgia paleocristiana, el motete llegó al Renacimiento donde la finísima polifonía (ya experimentada en los siglos XIII y XIV) lo había transformado en una refinada y elástica forma musical capaz de deleitar los oídos y, sobre todo, el espíritu. Capacidad que la corona de Francia intuyó y aprovechó inmediatamente y logró aplicar también a otros géneros musicales.
Uno de los compositores más interesantes de esta primera fase “motetística” del barroco francés fue Étienne Moulinié (1599-1676), compositor en París al servicio de Gaston de Orléans, hermano del Rey Luis XIII. Fue, junto a Nicolás Formé (1567-1638) y a Guillaume Bouzignac (1587-1643), uno de los protagonistas, no solamente de este nuevo sentimiento católico, que la corona francesa quería imponer, sino también del cambio del Renacimiento al barroco musical.
El ejemplo que hoy queremos compartir con ustedes es un breve “Agnus Dei”, parte de la famosa antología dedicada en 1658 a la duquesa de Orléans, “Mélanges de sujets chretiens, cantiques, litanies et motets”. Se trata de una fascinante composición para doble coro (con breves intervenciones solistas) y acompañamiento instrumental muy sencillo que se “limita” a seguir y reforzar la armonía del coro.
Es una pieza evidentemente polifónica que deja a un lado, o más bien atrás, las elaboradas frases de la música flamenca para dar espacio a una línea melódica más sencilla y directa. Lo que se busca ahora, y Mouliné lo deja muy claro, ya no es impresionar con la complejidad del contrapunto o del número de voces: ahora, en estos primeros años del Barroco, los compositores buscan una mayor expresividad, buscan impresionar por la belleza, la intimidad y la emoción que surgen de estas obras, siguiendo así los ideales de la Contrarreforma romana (obviamente filtrados con un gusto y un estilo totalmente franceses).
Así es este “Agnus Dei”, un delicado testigo de un lenguaje que abandona la complejidad matemática y geométrica del Renacimiento para entrar en un mundo estético dominado por la expresividad y la teatralidad; expresividad y teatralidad que en tan solo pocas décadas Charpentier y Lully revolucionarán por completo.
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