En Noruega, en el archipiélago de las Lofoten, un puñado de islas apiñadas en la costa noroccidental, se ha realizado una serie de 14 conciertos celebrados mayoritariamente en pequeñas iglesias (algunas pequeñísimas, como la de Valberg). Henningsvær hace las veces de vórtice, ya que es aquí donde viven todos los músicos y donde tiene su base de operaciones el festival creado por Knut Kirkesæther. En estos 15 años ha conseguido lo imposible: llevar hasta estos lugares recónditos —en los que tener, trasladar y acomodar un piano de gran cola puede convertirse en toda una aventura— un festival coherente y con una muy inteligente y atractiva selección de obras e intérpretes.
La programación alterna entre la música de cámara (años impares) y el repertorio pianístico (años pares) y, con una filosofía similar a la de festivales más veteranos como los de Lockenhaus o Kuhmo, o del mucho más reciente fundado por Leif Ove Andsnes en Rosendal, otro paraíso noruego, se fomenta una estrecha convivencia entre todos los músicos, que viven en modestas casas o cabañas, muy cerca unos de otros, y desayunan, comen y cenan juntos en un sencillo comedor habilitado por el festival.
En Lofoten la lógica de los auditorios y las salas de concierto pierde por completo su sentido. El público está integrado en su mayor parte por los noruegos que viven aquí, apartados del mundo, aunque la voz ya ha empezado a correrse y es también habitual ver a personas que han viajado hasta las islas con la intención prioritaria de disfrutar de los conciertos, aunque sin renunciar, por supuesto, a completar la oferta con la inmersión en una naturaleza que aquí campa a sus anchas. De hecho, los conciertos se celebran en iglesias enclavadas en parajes naturales únicos, que al final acaparan también por ello buena parte del protagonismo.
La gran estrella, probablemente a su pesar, de la programación de este año ha sido el pianista húngaro András Schiff, que ha deparado a su vez muchos de los mejores momentos musicales de estos días. El primero, junto a su mujer, la violinista japonesa Yūko Shiokawa, que sigue tocando admirablemente a los 73 años, sin un solo movimiento o gesto innecesario, con una asombrosa economía de medios y un sonido terso y de altísima escuela. Su Sonata K. 526 de Mozart fue un modelo estilístico que debería enseñarse en los conservatorios: no se miraron durante toda la interpretación, pero después de cuarenta años juntos no lo necesitan pues parecen tocar y sentir como una sola persona. Al final de ese mismo concierto, en la iglesia de Vågan en Kabelvåg (conocida popularmente como la catedral de Lofoten y la iglesia construida enteramente con madera más grande de Noruega), Schiff tocó Bach, una de sus grandes especialidades, en concreto la Fantasía cromática y fuga, una secuela perfecta del previo Cuarteto núm. 3 de Johannes Brahms, ya que fue una de las piezas predilectas del compositor hamburgués, que la incluía frecuentemente en sus recitales pianísticos. Sin apenas pedal, con una pulsación límpida y precisa, con la libertad necesaria en la fantasía y la claridad imprescindible en la fuga, Schiff arrancó tantos aplausos y generó tal entusiasmo entre el público que tocó la única propina que ha sonado aquí estos días: el Intermezzo op. 118 núm. 2. De Johannes Brahms, por supuesto.
Cerró sus actuaciones el viernes con otro de los músicos que lo han acompañado siempre: Franz Schubert. La Sonata D. 850, una de las menos ortodoxas del compositor, volvió a encontrar a un intérprete ideal en Schiff, que la interpretó con mucho más fuego de lo que en él es habitual. Su versión del originalísimo segundo movimiento, Con moto, marcó, quizás, el momento interpretativo más alto de toda la semana de festival. Antes, el jueves por la noche, había tocado en la iglesia de Stamsund el Quinteto con piano de Brahms junto con el Cuarteto Engegård, fundado al calor de este festival en 2006, y liderado por Arvin Engegård, un violinista que, en su condición de director artístico del festival, es también en gran medida responsable de sus bondades. Es un violinista sobrado de recursos, con un talento natural y sólidos fundamentos técnicos aprendidos con el gran Sándor Végh, maestro también en Salzburgo de Yūko Shiokawa. Sin embargo, es enormemente desigual y solo raras veces toca a su mejor nivel, que fue el que sí alcanzó en la obra de Brahms, gracias sin duda a las constantes oleadas de inspiración que llegaban desde el teclado (Schiff no falla ni se desconcentra nunca) y a que la interpretación se adivinaba preparada y ensayada con mucho más cuidado. No fue un Brahms juvenil y fogoso, sino clásico, equilibrado y, por momentos, casi seráfico, como en el Trío del Scherzo.
Han sonado multitud de obras diferentes cada día, con constantes colaboraciones entre los músicos y, forzosamente, con pocos ensayos, lo que, lejos de ser un obstáculo, en un festival como este puede convertirse en acicate para que salten chispazos de emoción inesperados en mayor medida que en los conciertos al uso, a menudo dominados por la rutina o la repetición. Como el protagonista que cuenta su historia al narrador del cuento de Edgar Allan Poe, ante semejante vorágine de conciertos no hay que precaverse, sino, al contrario, dejarse arrastrar por ella y bucear en su interior. Estos días, el Maelström musical se ha producido en tierra, no en el agua. Pero, en las Lofoten, el mar nunca queda muy lejos.
Fuente: Luis Gago para El País
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