Por José Antonio Palafox
El pasado sábado 18 de noviembre se proyectó en el Auditorio Nacional, en vivo desde el MET de Nueva York, El ángel exterminador, la más reciente ópera del siempre interesante compositor inglés Thomas Adès (1971).
La afluencia de público resultó más nutrida de la que se acostumbra en este recinto cuando se trata de obras contemporáneas, lo cual tal vez se debió a que esta audaz ópera es una adaptación de la película homónima que en 1962 el cineasta aragonés Luis Buñuel filmó en México con un puñado de las más famosas estrellas del cine nacional de entonces —Silvia Pinal, Enrique Rambal, Claudio Brook, Jacqueline Andere, Ofelia Guilmáin y Tito Junco, entre otros— y que es ya todo un clásico de la cinematografía.
Desde su estreno en Salzburgo en el 2016, El ángel exterminador de Thomas Adès ha dado de qué hablar como uno de los trabajos operísticos más complejos y propositivos de los últimos tiempos. Y es que llevar a buen término una obra que carece de protagonistas (en el sentido estricto de la palabra) y en la que un grupo de 15 personajes tiene que abrirse paso a través de los convencionalismos sociales y sus propias pasiones para evolucionar (¿involucionar?) de acuerdo a una lógica interna (que en conjunto carece de lógica) dentro del mínimo espacio de una sala, es una empresa harto difícil de la que el compositor inglés consiguió salir bien librado con singular maestría y hacer entrega de una inquietante ópera de atmósfera opresiva rayana con una especie de expresionismo psicológico.
Así, podemos decir que —al igual que los personajes de la película y de la ópera— los espectadores quedamos atrapados por la fuerza metafísica de El ángel exterminador desde el primer momento, cuando un grupo de campanas tubulares empezó a repicar lúgubremente mientras (tanto en el MET como en el Auditorio Nacional) las luces aún estaban encendidas y el público todavía buscaba sus asientos.
De pronto empieza la ópera, tomando a todos por sorpresa: los sirvientes se apresuran a abandonar la mansión donde trabajan y nosotros somos testigos, durante poco más de dos horas, de la inicial diversión, luego progresivo desconcierto, miedo, extrañamiento y, finalmente, brutal degradación de un grupo de refinados comensales que acuden a una cena de gala y que, por misteriosas circunstancias que jamás se explican, son incapaces de cruzar el umbral del salón donde están reunidos, convirtiendo lo que era un grato encuentro de ingenio y buen gusto en un descenso a los abismos más oscuros del ser humano, donde las pulsiones más primigenias y salvajes saldrán a la luz conforme se resquebraja el mundo de apariencias impuesto por las convenciones culturales y sociales.
Aunque la estructura de esta ópera se basa en largos diálogos y solo aparecen contadas arias “hechas y derechas”, el desempeño de los cantantes resultó de primerísimo nivel, tanto vocalmente como en el aspecto actoral. Cada uno de los quince solistas brilló con luz propia al momento de enfrentar —solo o en conjunto— la demandante partitura compuestos por Thomas Adès.
Hay que destacar, sin embargo, el desempeño de las mujeres: la soprano estadounidense Audrey Luna (en el papel de la soprano Leticia Maynar, “la Valquiria”, en cuyo honor se celebra la cena) hizo gala de unos agudos impresionantes reforzados por caricaturescos gestos que parodiaban las actitudes de seres “sobrehumanos” que toman muchas divas operísticas.
Por su parte, la soprano británica Sally Matthews (en el papel de Silvia de Ávila, viuda cuyo hermano está secretamente enamorado de ella) nos deleitó con momentos vocales de gran belleza y lirismo, como la alucinante canción de cuna que interpreta acariciando la cabeza sangrante de una oveja mientras su hijo ausente le responde desde fuera del escenario. De igual manera, la mezzosoprano británica Christine Rice hizo entrega de una espléndida Blanca Delgado, personaje que empieza tocando al piano una pieza de Pietro Domenico Paradisi para amenizar la velada, luego pasa horas peinándose de manera obsesiva y termina arrancándose con desesperación mechones de cabello conforme pasan los días y el encierro parece no tener fin.
A su vez, la soprano sudafricana Amanda Echalaz encarnó brillantemente a Lucía Nóbile, la infiel esposa aristócrata cuya mansión se convierte en el escenario de tan extraños acontecimientos. La soprano británica Sophie Bevan dio vida a Beatriz, la inocente joven enamorada que termina suicidándose con su prometido dentro de un armario. Finalmente, la mezzosoprano inglesa Alice Coote interpretó a Leonora Palma, una enferma terminal que está secretamente enamorada del médico que le da falsas esperanzas de vida.
Los caballeros no se quedaron atrás en cuanto a desempeño y lucieron también una amplia gama de matices vocales y sólidas actuaciones.
El tenor canadiense Joseph Kaiser dio vida a Edmundo Nóbile, el flemático aristócrata que termina siendo visto por sus desesperados invitados como víctima sacrificial para que la pesadilla acabe, mientras que el barítono estadounidense David Adam Moore interpretó al coronel Álvaro Gómez, el hombre de quien está enamorada Lucía, la esposa de Edmundo. El veterano bajo inglés John Tomlinson encarnó al doctor Carlos Conde, el único personaje que parece mantener la calma y la cordura frente a la insólita situación que se presenta, aunque no cesa de afirmar que sus pacientes pronto estarán “totalmente calvos”.
Por su parte, el contratenor británico Iestyn Davies interpretó espléndidamente a Francisco de Ávila, el enfermizo hermano incestuoso de Silvia que —con la mirada turbia y desencajada— parecía capaz de cometer cualquier aberración a la menor provocación. En el extremo opuesto, la amable presencia y cálida voz del tenor estadounidense David Portillo resultaron más que acertados para dar vida a Eduardo, el joven prometido de la virginal Beatriz. El trágico fin de ambos dentro de un armario es una de las páginas más líricas, eróticas y perturbadoras que ha escrito Thomas Adès.
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Por su parte, el tenor canadiense Frédéric Antoun encarnó al impetuoso Raúl Yebenes, a quien tan absurdo encierro parece no molestar en absoluto y que siempre está dispuesto a echar en cara a los demás personajes sus errores, debilidades y defectos. El bajo-barítono estadounidense Christian Van Horn se encargó de dar vida a Julio, mayordomo de los Nóbile y único miembro de la servidumbre que permanece en la mansión. Finalmente, el barítono estadounidense Rodney Gilfry y el bajo también estadounidense Kevin Burdette dieron vida, respectivamente, al director de orquesta Alberto Roc, esposo de Blanca, y a Sergio Russell. Este último personaje enfermará de manera inexplicable y será el primero en morir, no sin antes recobrar el sentido por un momento y agradecer no tener que estar ahí para ser testigo del exterminio.
Elaborado por Tom Cairns con la colaboración de Thomas Adès, el libreto de El ángel exterminador respeta casi al pie de la letra la película de Buñuel, incluso en lo que a las escenas y diálogos que se repiten con un efecto de déjà vu se refiere.
También están presentes el humor negro característico del cineasta aragonés y una pequeña broma personal del propio compositor cuando, después de que Blanca interpreta al piano la pieza de Paradisi, uno de los invitados le pide que toque ahora alguna obra de Adès. La música de El ángel exterminador, por otra parte, es poderosa e intensa. Su rica orquestación incluye campanas tubulares, minúsculos violines de 1/32, una batería de tambores de Calanda (instrumento adorado por Buñuel) y hasta un conjunto de mariachis, además de la presencia sabiamente dosificada de las ondas Martenot, un instrumento electrónico capaz de crear atmósferas densas y escalofriantes.
En esta ocasión, el propio compositor tomó la batuta y ofreció una meticulosa lectura de su propia partitura, haciendo sonar a la versátil orquesta del MET como si fuera el Ensemble InterContemporain o alguna otra orquesta especializada en música contemporánea.
La puesta en escena corrió a cargo del libretista Tom Cairns, quien no se detuvo ante nada para mostrar ovejas reales, un enigmático oso, agua, fuego, proyecciones de insectos, una mano cercenada recorriendo el escenario al ritmo de un solo de guitarra española y gente volando a medianoche en un escenario prácticamente vacío dominado por el enorme umbral que los abúlicos personajes son incapaces de cruzar. En determinado momento, el escenario gira para presentarnos también el lado de afuera, donde a duras penas la policía puede contener a los curiosos, que se amontonan frente a la mansión, también incapaces de cruzar hacia el interior.
A lo largo de toda la ópera, los personajes no dejan de moverse de un lado a otro —solos o en grupos— llevando a cabo diversas acciones que forman parte de la historia, y es aquí donde se presentó lo que tal vez fue el único punto bajo, ya que ante tanta actividad las cámaras no sabían por momentos dónde enfocar la atención, y hubo dos o tres acciones importantes (por ejemplo, la caída del sirviente que lleva la charola con bocadillos al inicio) que quedaron fuera de campo. Pero con todo, al final, descompuestos, sucios y con la ropa hecha jirones, los invitados son capaces de recuperar su posición original y salir de su encierro.
Una angelical música con coro y campanas parece dar la bienvenida a un nuevo día lleno de esperanza, pero las ondas Martenot rompen la armonía con una insistente disonancia. La angustia reflejada en el rostro de los personajes nos indica que una pesadilla mucho mayor que la que acaba de tener fin está a punto de comenzar…
Thomas Adès: El ángel exterminador (trailer)
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