por Francesco Milella
La vida cotidiana de un italiano en Venecia, Milán o Nápoles, estaba dominada en cada momento por la música: sonatas, conciertos y óperas llenaban su día, marcando el tiempo como un reloj, desde la mañana – momento de intimidad alrededor de un clave o un laúd – hasta la noche cuando toda la sociedad, desde los nobles hasta los trabajadores más humildes, se reunía para aplaudir al castrato del momento. Pero, además de la casa y del teatro, existía otro espacio en donde la música ocupaba un papel fundamental e imprescindible para la sociedad italiana entre los siglos XVII y XVIII: la religión.
En todas las ciudades de Italia, cada parroquia, cada catedral o convento, además de su fundamental y originaria función espiritual, representaban ante la sociedad barroca italiana un motor insustituible de producción musical: no había iglesia que no tuviera su propio coro y su pequeña orquesta de músicos (las más prestigiosas podían contar incluso con uno o más castratos); no había celebración litúrgica que no se transformara en una auténtica fiesta donde la espiritualidad y el fervor religioso dejaban su lugar al placer de la música, sobre todo en momentos como la Cuaresma en que la ópera estaba estrictamente prohibida.
Enmarcada en este contexto social, la música religiosa italiana por mucho tiempo fue ignorada por la musicología tradicional, acostumbrada a la apoteosis mística de las cantatas de Bach y de Biber, que las obras religiosas de Vivaldi, Scarlatti o Caldara obviamente no poseen. Entonces, ¿las misas de Vivaldi son de calidad inferior a las cantatas de Bach? Como siempre, antes de expresar juicios estéticos atrevidos, es necesario contextualizar cada obra en el espacio y en el tiempo en las que fueron compuestas.
La Reforma Católica, mejor conocida como Contrarreforma, había dejado en todo el territorio italiano una herencia cultural extraordinariamente profunda y mucho más viva de las exigencias espirituales, de las cuales la misma Reforma había surgido en el siglo XVI. Las normas religiosas y políticas establecidas por el Concilio de Trento entre 1542 y 1563 con el fin de luchar con firmeza en contra del protestantismo, convergieron en una Reforma drástica de la Iglesia Católica, tanto en su estructura espiritual como en la legislativa. El resultado fue una Iglesia monárquica en donde la función del Papa y del Vaticano se acercaba a la de un Rey con su corte, centro y razón de todo.
Como las demás artes, sobre todo la arquitectura, la pintura y la escultura, la música se transformó en un instrumento perfecto para celebrar la fuerza terrenal y material de la Iglesia, como consecuencia del poder moral y espiritual del Papa: Giovanni Pierluigi da Palestrina, Luca Marenzio y Gregorio Allegri fueron algunos de los “embajadores” que, con sus notas y sus majestuosas composiciones, promovieron en Italia y en todo el mundo esta nueva imagen de la Iglesia, a la vez poderosa y amable, elegante y sabia, capaz de unir la fuerza de la razón con la espiritualidad más alta y profunda.
En la época barroca las tensiones religiosas que habían agitado las políticas del Renacimiento europeo fueron perdiendo inevitablemente su fuerza: católicos y protestantes marcaron lenta y más pacíficamente sus espacios geográficos y, sobre todo, culturales. La música religiosa pareció dividirse en dos partes: por un lado los protestantes, quienes veían en la música el camino más auténtico para alcanzar directamente la gloria de Dios con un lenguaje sencillo e inmediato; por el otro los católicos que, al contrario, veían en la música el instrumento para celebrar la gloria de Roma y del Papa y así alcanzar, indirectamente, a Dios. El repertorio religioso de la música barroca italiana, mirando explícitamente al mundo de la ópera y a su teatralidad más espectacular, encontró, en ese contexto de la contrarreforma, un lenguaje espiritual original, menos profundo e íntimo del que Bach estaba creando en Alemania, pero quizás más ligero y abierto al placer y al deleite, capaz de transformar la religión en un brillante espectáculo de sensaciones y emociones.
Albinoni: Magnificat
Scarlatti: Gloria (Messa di Santa Cecilia)
Sarro: Dixit Dominus
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