Con sus Siete Canciones Populares el compositor español Manuel de Falla transforma la tradición popular española en una fuente de inspiración imprescindible para la música.
Canciones imprescindibles
Hace unos años, antes de cada recital de canto que La Scala de Milán ofrecía en sus temporadas, yo solía juntarme con un buen amigo, melómano de gran experiencia, para escuchar sus recuerdos operísticos de los tiempos que fueron (y que yo no viví): desde los abucheos a ‘Montsita’ Caballé hasta los triunfos de Claudio Abbado o las inseguridades de Luciano Pavarotti. Cualquiera que fuera nuestro tema de conversación, terminábamos siempre en lo mismo: el mítico mezzosoprano español Teresa Berganza y sus recitales en La Scala, como si ese recuerdo preparara nuestro ánimo y nuestros oídos con más gusto (o disgusto) al concierto de la noche. Sus recuerdos pasaban siempre por lo mismo: ‘Teresita – me decía – era la única que comenzaba sus recitales de canto desde los bises: antes la sorpresa y luego el programa. Sabía cómo seducir a su público, jugar con él y sorprenderlo’. ‘Y dime – le preguntaba, aun sabiendo la respuesta (volver a escuchar ese recuerdo era un absoluto deleite) – ¿qué cantaba en los bises?’: ‘lo mismo de siempre: un poco de Rossini, Bizet, algún lied de Schubert y, bueno, las maravillosas Canciones Populares de Manuel de Falla. Esas nunca podían faltar’.
Me tardé unos años en entender la razón de esa decisión. En aquel entonces, yo era un joven melómano y mi pasión por Rossini, Bellini y Donizetti me había llevado a una ceguera toda italiana, afortunadamente temporal. Hasta el día en que mi amigo me invitó a escuchar (en disco, obviamente) la voz de Teresa Berganza y las Canciones de Manuel de Falla: el estupor fue total desde la primera canción, ‘El paño moruno’. El texto, brevísimo, me sorprendió: ‘Al paño fino, en la tienda, / Una mancha le cayó; / Por menos precio se vende, / Porque perdió su valor.’ El piano completaba la escena con una música extraordinaria, inmediata, irónica, franca: una melodía sin retóricas, que solo lo popular más genuino podía conservar con tanta frescura. Todo condimentado por esas disonancias que el amanecer del siglo XX (estamos en 1914) había aprendido a manejar con admirable elegancia. Con el tiempo descubrí que había mucho más.
El espíritu del pueblo
Las Siete Canciones Populares (El paño moruno – Allegretto vivace, Seguidilla murciana – Allegro spiritoso, Asturiana – Andante tranquillo, Jota – Allegro vivo, Nana – Calmo e sostenuto, Canción – Allegretto, Polo – Vivo) fueron compuestas por Manuel de Falla (1876-1946) en las vísperas de la Primera Guerra Mundial y se estrenaron en Madrid en 1915 para la Sociedad Nacional de Música en honor de Madame Godebski, figura clave del mecenazgo musical parisino de esos años. La intención del compositor, con más de diez años de trayectoria en la música – en 1905 había estrenado su ópera La Vida Breve, en 1909 había comenzado la composición de su obra para piano y orquesta Noches en los jardines de España – fue clara desde un principio: ‘Pienso modestamente que, en el canto popular, importa más el espíritu que la letra […]. Aún diré más: el acompañamiento rítmico y armónico de una canción popular tiene tanta importancia como la canción misma. Hay que tomar, por tanto, la inspiración directamente del pueblo, y quien no lo entienda así, sólo conseguirá hacer de su obra un remedo más o menos ingenioso de lo que se proponga realizar’.
Un punto de llegada
Y así fue en Las Siete Canciones Populares. De Falla deja a un lado los adornos románticos e ideales de Granados y Albéniz para buscar una representación más espontánea del folclor español (https://musicaenmexico.com.mx/historia/la-herencia-de-espana/). Su mirada parece incluso anticipar – sin, obviamente, la estructura ni la finalidad científica – lo que el compositor húngaro Béla Bartók (1881-1845) realizaría unos años después con la grabación y estudio sistemático de los cantos rumanos: la valorización de lo popular y su representación objetiva. Claro, de objetivo en de Falla hay muy poco: el compositor crea su propia música basándose en temas populares, pero con mucha inspiración personal. Lo que de Falla sí parece compartir con Bartók es la centralidad de lo popular, no como elemento de partida – así había sido para la escuela rusa de Korsakov y Musorgski, así como para todas las grandes escuelas nacionales del siglo XIX – sino como punto de llegada. Como bien dice Massimo Mila, voz imprescindible de la crítica musical italiana, de Falla ‘pasa de lo característico al carácter’.
La música lo dice todo. De Falla retrata lo popular con un lenguaje sofisticado: el piano abandona su voz idiomática para imitar las cuerdas de la guitarra, exige juegos cromáticos en la mano derecha complicando maravillosamente las tensiones armónicas, llena la mano izquierda de cromatismos y se impone como coprotagonista de Las Siete Canciones Populares. La voz, por su lado, entra en el folclor ibérico con melismas de sabor andaluz, ‘ay’ cálidos y sensuales y melodías sincopadas entre lo tierno (Nana) y lo primordial (Canción), lo sarcástico (Paño moruno) y lo apenado (Polo). La melodía vocal es siempre clara, transparente: refleja una sencillez explícitamente popular, casi coloquial, que de Falla deja en gran parte resolver en el momento performativo de la cantante (o, más raramente, el cantante).
La nobleza del folclor
Las Siete Canciones Populares de Manuel de Falla representan un momento emblemático en la historia de la música por dos razones. Primero: son el ápice del proceso de emancipación de la música española, de su estatus de inferioridad en el cual se había hundido desde el mítico siglo de oro en el siglo XVI. De Falla retoma la herencia de su maestro musicólogo Felipe Pedrell y sus antecesores Enrique Granados e Isaac Albéniz para transportar la tradición folclórica española en el siglo XX. No es solo un asunto de identidad nacional sino también de prestigio internacional ante los nuevos caminos de Stravinsky, Ravel y Strauss. Segundo, con sus Canciones de Falla manda un mensaje que va más allá de su patria para conferir una nueva dignidad artística a la tradición popular, una tradición que hasta ese momento la música había mirado desde arriba, puliéndola de sus ‘vulgaridades’, en un retrato a menudo idealizado y elitario. De Falla recupera ese mundo con respeto y lo coloca al mismo nivel de aura y prestigio de las arias de Rossini y Verdi, de los lieder de Wolf y Schubert: todos compositores que Doña Teresa Berganza juntará, años después, en sus memorables recitales.
Francesco Milella para Música en México
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