Por Francesco Milella
La transición del barroco al clasicismo a mediados del siglo XVIII no fue solamente un fenómeno operístico. Debido a su popularidad y éxito transversal, la ópera obviamente terminó por catalizar casi toda la atención de las nuevas élites ilustradas con debates culturales –e incluso políticos– en torno a su forma, estatus social y fuerza pedagógica, dejando a un lado otros lenguajes musicales. Los cambios culturales que ocurrieron en estos años tuvieron consecuencias relevantes y sorprendentemente rápidas sobre una infinita variedad de repertorios instrumentales que Europa seguía generando con extraordinaria vivacidad. Los objetivos y las necesidades no eran distintas a las que en esos mismos años animaron la revolución operística: la simplificación de las formas barrocas generaba una mayor racionalidad y naturalidad expresiva.
Entre 1720 y 1740 las formas del concierto y de la sonata heredadas por Corelli y Vivaldi entraron en una fase de gradual alteración: el contrapunto, al que el último barroco había llegado, fue desapareciendo; el fragmento melódico, que solía animar toda la estructura compositiva (pensamos en Vivaldi y sus conciertos a menudo construidos a partir de un elemento alterado y variado continuamente), fue paulatinamente reemplazado por una frase melódica más amplia, autónoma y completa de la que surgen, de forma simétrica, nuevas (sub)frases; al mismo tiempo, la estructura de las composiciones fue abandonando la rígida división del concierto grosso corelliano (orquesta-solista) y del concierto vivaldiano (allegro-adagio-allegro) para buscar una visión más unitaria en donde las formas cambian, vuelven a aparecer y se transforman en el curso de la misma obra. Ya en las sonatas de Domenico Scarlatti (1685-1757) podemos percibir la semilla de una nueva transformación: el bajo continuo, paradigma del barroco, parece esfumarse ante una estructura musical más homogénea, matizada y al mismo tiempo unitaria.
A partir de los años cuarenta del siglo XVIII comienza a nacer un nuevo estilo musical. La herencia barroca italiana y francesa se transforma dando vida a una transición gradual en donde formas barrocas coexisten con nuevas tendencias: desaparece el bajo continuo y el contrapunto, pero se mantiene, por ejemplo, el gusto por el ritmo y la melodía, así como la división en movimientos de la escuela italiana. El resultado es lo que la historia suele identificar oficialmente como “estilo galante”, un estilo caracterizado por un constante equilibrio entre finura/elegancia/ornamento y geometría/claridad/racionalidad. El estilo galante y la transición al clasicismo se manifiestan en formas y espacios distintos, pero es con la sonata para clave con la que esta transición logra consolidarse a nivel internacional.
Aun manteniendo la estructura vivaldiana -allegro-adagio-allegro- en sus distintas variantes, la sonata galante se caracteriza por una estructura lineal y geométrica en donde domina la voz principal de la melodía acompañada por una voz secundaria y jerárquicamente inferior. Si en la línea secundaria aparecen principalmente arpegios e impulsos melódicos estables (ejemplar es la difusión del bajo de Alberti), la melodía, es decir, la voz principal, domina por sus tercias rápidas, trinos, síncopas y escalas. A este nuevo estilo responden Baldassare Galuppi (Burano, 1706 – Venecia, 1786), Pietro Nicola Paradisi (Nápoles, 1707 – Venecia, 1791) y Giovanni Marco Rutini (Florencia, 1723 – 1797), nombres a menudo olvidados, tanto por la historia tradicional como por los más sinceros aficionados, pero protagonistas de una verdadera moda internacional. Sus composiciones, amables, elegantes y accesibles incluso a músicos aficionados, se difundieron rápidamente por toda Europa encontrando en la casa, en el mundo doméstico de las reuniones privadas, su espacio privilegiado. Esto, por un lado, permitió una propagación rápida y profunda del estilo galante, por el otro evitó (hasta cierto punto) el surgimiento de grandes debates y críticas. Estas sonatas no fueron ni la única ni la primera forma en que se manifestó la transición musical del barroco al clasicismo (los hijos de Bach tendrán mucho que contar al respecto), pero sí fue la primera, más allá de la ópera y de sus teatros, en alcanzar un éxito tan extenso y profundo. Desde 1740 hasta 1760 estas sonatas, a pesar de algunas críticas de ilustres compositores (Carl Philipp Emanuel Bach hablará de música que llena los oídos, pero no el corazón), lograron cambiar el gusto del continente europeo facilitando la llegada de nuevos géneros y formas que pronto podremos identificar bajo la etiqueta de “clasicismo”.
Galuppi: Sonata en Do
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