Por Francesco Milella
A pesar de sus diferencias, las poesías de los trovadores y los cantos litúrgicos de las diferentes iglesias europeas comparten una misma idea de Edad Media. El mundo que estas dos formas musicales nos entrega es, en ambos casos, espiritual, discreto, lento y meditativo, constante en la defensa de valores como la pureza, la virginidad, la fidelidad, la fuerza y la valentía. Lo que aparece a través de sus cantos es un mundo ideal y divino (incluso el mundo laico de los trovadores en donde la mujer era la transposición terrenal y literaria de la Virgen) lejos de la cotidianidad. La fuerza cultural de estos modelos (y el peso histórico que nuestra sociedad les ha dado) los ha transformado en una síntesis perfecta, pero incompleta, de la Edad Media, dejando en el olvido otras experiencias probablemente más incómodas (veremos por qué), pero igualmente determinantes en la costrucción de la cultura laica del mundo occidental.
Caso ejemplar y fascinante es el mar infinito de cantos populares que, poco antes del año 1000, iniciaron a difundirse por toda Europa. Ya vimos cómo, con el nacimiento de la ciudad, el viejo continente fue cambiando su rostro y su identidad: los pueblos comenzaron a viajar, moviéndose de una región a otra, los centros urbanos empezaron a atraer personas de diferente origen y profesión, generando una heterogeneidad cultural propicia y fértil fuera de los espacios religiosos que hasta ese momento habían tenido el monopolio de la sociedad. Abandonando las rígidas reglas de la Iglesia, los pueblos europeos encontraron una nueva libertad expresiva que dio vida a cantos monódicos (la polifonía era demasiado compleja para el mundo urbano) en lengua vulgar, es decir una lengua hablada por el vulgus, el pueblo.
De todos estos cantos, muy pocos lograron llegar hasta nosotros de forma parcial o completa. Los cantos urbanos se perdieron casi completamente por una simple razón: la nueva burguesía no poseía el conocimiento y la costumbre de transcribir sus textos y sus notas para crear una tradición estable. Los únicos que, afortunadamente, se conservaron hasta nuestra modernidad son los cantos que los monjes y las figuras directa e indirectamente vinculadas a la Iglesia, abandonando los espacios tradicionales de la fe (catedrales y monasterios), comenzaron a cantar. Se trataba de breves composiciones musicales basadas en un canto monódico comunitario que acompañaban los momentos de libertad goliárdica y profana de los monjes, las peregrinaciones por Europa de los clerici vagantes (clérigos vagantes) o, incluso, las marchas hacia la Tierra Santa con el inicio de las cruzadas (siglo XI) de todos aquellos que, por fe o por desesperación, deseaban abandonar Europa para luchar contra los “infieles”. Por estas razones, el sentido final de estas composiciones era totalmente opuesto a lo que el canto religioso había difundido durante la Alta Edad Media: la intención final de la música ya no era la de crear una relación entre el individuo y una entidad superior, como había sido con el canto gregoriano (hacia Dios) o con los trovadores (hacia la Dama). Ahora se trataba, a través de la música, de construir y reforzar una idea de comunidad (fuera religiosa o laica).
Obviamente, el lenguaje musical tenía que abandonar la tradición del canto gregoriano y de sus refinados juegos melismáticos para acoger frases más sencillas e inmediatas, siguiendo estructuras que facilmente podríamos identificar con una canción actual por la alternancia de estribillo y estrofa (todo, obviamente, en idioma vulgar). De todos los manuscritos que las bibliotecas europeas siguen conservando, los Carmina Burana son, sin lugar a duda, los más interesantes. Descubiertos en la Biblioteca de Münich y publicados oficialmente en 1847 (Codex Buranus), estos Carmina (del latín carmen, es decir, canto) representaban el repertorio de una comunidad de clerici vagantes que, con actitud goliárdica y profundamente comunitaria, viajaban por del sur de Alemania y sobrevivían con lo que la vida les iba ofreciendo. Tanto los textos, escritos en alemán antiguo y en latín vulgar, como la música, nos entregan de forma ingenua y cruda una realidad popular y camaraderil, irónica y sarcástica hacia el mundo de su época, uniendo todo lo que Europa hasta ese momento había generado: formas y lenguajes se mezclan entre sí – las poesías de los trovadores (los Minnesänger) con el canto gregoriano, los himnos cristianos con los cantos litúrgicos, el latín con el alemán medieval – dando vida a formas musicales (y literarias) efímeras, frágiles, híbridas, testigos de una Edad Media – ahora sí – moderna y plural.
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