Por Francesco Milella
Antonio Vivaldi es, sin lugar a duda, uno de los compositores más reconocidos y admirados a nivel mundial. La belleza inmediata y natural de sus melodías ha atraído a millones de amantes de la música, más allá de Venecia y sus conciertos para turistas. En los últimos treinta años, su vida, extravagante y aventurera, ha sido protagonista de distintas películas; su rostro, malicioso y agradable, típico de un hombre que supo disfrutar de su vida y sus sorpresas, envuelto en su peluca blanca, es una imagen que ya muchos logran identificar, incluso en sus interpretaciones gráficas más atrevidas. A nivel académico y musical el interés no fue menor: un número cada vez mayor de estudiosos y músicos se ha dejado cautivar por la perfección estructural y formal de sus composiciones vocales e instrumentales para poder entender los secretos de su lenguaje y reiterar la modernidad de su arte.
Sin embargo, el mito de Vivaldi, il prete rosso, es un fenómeno muy reciente, iniciado oficialmente a partir de los años 70’ del siglo XX. Hasta la Segunda Guerra Mundial y los años inmediatamente siguientes, Vivaldi fue, en efecto, solamente uno de los tantos anónimos nombres que el Barroco italiano había dejado como herencia: su nombre había sobrevivido a las amenazas de la memoria y del tiempo, pero su música se había perdido y nadie parecía interesado en volverla a recuperar. Solo el gran violinista austriaco Fritz Kreisler (1875-1962) había sido capaz de percibir el genio de Vivaldi a partir de las pocas composiciones disponibles sobre las cuales comenzó a trabajar para dar paso a la difusión de su nombre y su música: en vez de dedicarse a la investigación en los archivos que le habría permitido descubrir más datos y partituras del compositor veneciano -su indolencia era notoria-, Kreisler decidió componer su propio concierto “al estilo vivaldiano”, pero presentándolo como concierto auténtico de Vivaldi. El conocimiento musical sobre el barroco italiano que la crítica musical de esos años había alcanzado a través del estudio de las obras de Arcangelo Corelli, Georg Friedrich Handel y Johann Sebastian Bach fue suficiente para desenmascarar a Kreisler en 1905 y olvidar muy pronto su experimento ‘vivaldiano’.
La estafa (o broma) del simpático Kreisler, fue, sin embargo, fundamental para que el nombre de Vivaldi volviera, después de casi dos siglos, a entrar lentamente en los debates de la cultura musical del siglo XX. Italia fue el primer país en reaccionar a partir de los años 20’ cuando, también por presión del Fascismo y de su proyecto nacionalista, la cultura italiana comenzó a mirar a su pasado. Muchos lo promovieron por simple necesidad política, otros, al contrario, recuperaron capítulos importantes del patrimonio artístico, literario y musical con un sincero interés intelectual. En este contexto, el Conde Guido Chigi Saracini (1880-1965), extraordinario representante de la rama de Siena de la antigua familia Chigi, y el compositor italiano Alfredo Casella (1883-1947) fueron los que más intensamente contribuyeron al redescubrimiento de Antonio Vivaldi. La idea de dedicar a Vivaldi un pequeño ciclo de conciertos que el Conde Chigi Saracini presentó en 1928, pudo realizarse hasta 1939 en los espacios de la Accademia Chigiana, fundada por el mismo Conde: Vivaldi fue protagonista de la primera Settimana Musicale Senese. Protagonista silenciosa de ese nuevo renacimiento vivaldiano fue la violinista Olga Rudge, secretaria de la Accademia Chigiana, quien había analizado los manuscritos en la Biblioteca Nacional de Turín. Pero, ¿cómo habían llegado esas partituras a Turín, ciudad en la que Vivaldi nunca había radicado?
La historia merece ser contada. Todo comienza en 1926 cuando don Federico Emanuel, cura y director del Collegio Salesiano San Carlo di Borgo San Martino (Piemonte), decidió restructurar los espacios de la biblioteca. Con el fin de recaudar fondos, don Emanuel decidió vender algunas partituras antiguas y para poderles dar un valor económico, les pidió ayuda a algunos musicólogos. El encargado de analizarlas fue Alberto Gentili, profesor de música de la Universidad de Turín, quien, habiéndose dado cuenta del valor de esas partituras, buscó fondos para poder recuperarlas y trasladarlas a la más segura Biblioteca de Turín. Pero Gentili se había dado cuenta de que lo que tenía en sus manos era solamente una parte de una colección mucho más grande que había sido dividida: había que reconstruir la historia de ese fondo para poder entender dónde podía estar la otra mitad y completar la colección.
Las partituras de Turín pertenecían al Marqués Marcello Durazzo (1842-1922), la otra mitad estaba en manos de Flavio Ignazio Durazzo, sobrino del Marqués. Gracias al apoyo de Faustino Curlo, Gentili logró finalmente juntar ambos fondos. Pero había otro problema: la Biblioteca Nacional de Turín no contaba con los recursos necesarios para comprar todos los manuscritos. Había que encontrar dinero, pero ¿dónde? Gentili contactó a dos ricos mecenas, Roberto Foá y Filippo Giordano, quienes, por un doloso y común destino de la vida, habían perdido a sus dos hijos hombres, Mauro Foá y Renzo Giordano: a finales de los años 20’, los dos padres compraron finalmente el fondo para conmemorar la memoria de sus hijos con el nacimiento del Fondo Foá-Giordano. Nuevas investigaciones lograron demostrar que todas las partituras del fondo habían pertenecido al Conde Giacomo Durazzo (1717-1794), figura clave de la historia de la ópera a finales del siglo XVIII, quien había ocupado el cargo de Embajador de Austria en Venecia del 1764 al 1784. Sus partituras probablemente terminaron en sus archivos pasando, después de su muerte, a sus herederos y a sus distintas aventuras.
Así, a finales de los años 1930, el fondo se había reconstituido y guardado en Turín. Pero pronto surgió otro problema: los derechos de estudio y publicación del nuevo fondo seguían perteneciendo a Alberto Gentili, quién había muerto y a quien, además, siendo judío, el gobierno fascista había secuestrado los bienes. Fue necesario esperar el final de la Segunda Guerra Mundial para poder acceder nuevamente al fondo con el permiso del Estado italiano y difundir su extraordinario patrimonio. Pocos años después nacerían las primeras orquestas barrocas bajo el nombre de I Musici e I Solisti Veneti. El mito de Antonio Vivaldi podía finalmente comenzar.
Fritz Kreisler: Concierto al estilo Vivaldiano
I Musici – Vivaldi: Conciertos “La Cetra” (grabación del 1964)
I Solisti Veneti (Claudio Scimone): Conciertos “L’Estro Armonico”
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