Por Francesco Milella
Stravinski decía que Vivaldi había escrito muchas veces el mismo concierto. Más allá del tono sarcástico y crítico, la frase del genio ruso tiene una pequeña parte de verdad. Los conciertos de Vivaldi, sean para violín, para fagot o flauta, presentan todos (o casi…) la misma estructura y organización melódica y armónica. El concierto vivaldiano se presenta siempre en tres movimientos: allegro-adagio-allegro (con todas las variaciones posibles: presto-largo-allegro, allegretto-adagio-prestissimo, etc…). Sobre esta estructura general, Vivaldi organiza cada uno de los movimientos de manera diferente: el primero se abre casi siempre con un brillante y teatral estribillo que Vivaldi presenta cada vez en diferentes tonalidades (empezando con la tónica y modulando a la dominante, de la dominante a la relativa menor de la dominante para terminar con la tónica), alternándolos con diferentes estrofas del instrumento solista; el segundo movimiento Vivaldi lo organiza en dos maneras diferentes: como momento de descanso y silencio rítmico, o sea como brevísimo puente entre el primero y el tercer movimiento o, más frecuentemente, como movimiento más estructurado, más amplio y lírico. El tercero tiene casi siempre una estructura más libre y dialógica entre solista y orquesta. Sobre esta sólida estructura Vivaldi libera un lenguaje musical brillante y fascinante, caracterizado constantemente por rígidas estructuras rítmicas y armónicas que el gran compositor veneciano logra presentar en cada una de sus obras, sin aburrir o cansar.
Es un rígido canon musical, como todos los cánones artísticos de la época barroca, que Vivaldi usa con incansable repetitividad en cada una de sus obras. Pero es un canon que nunca harta, nunca aburre, nunca aparece tedioso, pesado ni mucho menos monótono. Como demuestra este estupendo concierto para violín RV383 n.1, de la “Stravaganza”, segunda serie de conciertos que Vivaldi publica en 1714 en Venecia.
El primer movimiento se abre de la forma más bella y explosiva posible: toda la orquesta de cuerdas suena un tema (que descubriremos ser el estribillo) brillante y casi triunfante en si bemol mayor. Esta frenética sucesión de corcheas y semicorcheas es la base de todo el concierto, el pilar entorno al cual Vivaldi construye su maravilloso concierto:
La elasticidad de este primer movimiento es impresionante: la música pierde toda su materialidad (¡pero no su estructura!) para transformarse en agua, libre, ligera, ágil, sin frenos. No hay pesadez ni mucho menos aburrimiento: el constante y rápido diálogo entre violín y orquesta, así como las constantes variaciones armónicas, hacen de este movimiento inicial una verdadera joya de la música italiana.
El segundo movimiento es conmovedor: después de haber demostrado toda su habilidad y originalidad rítmica, ahora Vivaldi nos concede un momento de descanso y de lirismo. El violín, sobre un discreto bajo continuo, nos ofrece una serie de bellísimas y sencillas frases melódicas. Vivaldi quiere que nos relajemos, que descansemos, para poder enfrentar el último movimiento.
Un poco como en Bach, con el tercer movimiento volvemos al ritmo inicial. Pero aquí Vivaldi, para no repetir su canon, cambia algo: pequeños detalles, pero fundamentales. El ritmo “allegro” ya no es regular y ágil como en el primer movimiento: ahora es más discontinuo, los acentos se repiten en una sucesión casi inconstante e inestable. Después de una incierta modulación de la orquesta, entra el violín con unas frases más claras y sólidas. El contraste es fenomenal: la inestabilidad rítmica y armónica de la orquesta dialoga de forma totalmente nueva (para aquella época) con la solidez del solista. El movimiento es breve, rápido, suficiente para que Vivaldi nos demuestre la belleza de su lenguaje musical.
Rachel Podger, L’Arte dei Suonatori
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