La Música y la Revolución Francesa

En su discurso del 7 de mayo de 1794, Robespierre, quizá recordando el escepticismo de Rousseau en cuanto el valor de artistas y científicos, se […]

Por Música en México Última Modificación abril 19, 2018

En su discurso del 7 de mayo de 1794, Robespierre, quizá recordando el escepticismo de Rousseau en cuanto el valor de artistas y científicos, se expresó con amargura acerca del celo transformador de los intelectuales: “Los hombres de letras, en general -acusó-, se han deshonrado en la Revolución y, para su eterna vergüenza, la razón del pueblo ha hecho todo por sí sola”. Sin embargo, la Revolución había contado con la adhesión de innumerables pensadores y estetas.


Muchos fueron y vinieron del entusiasmo al desengaño y al martirio. Quizá los más consecuentes fueron músicos y dramaturgos. Era en verdad una época teatral. Pocas veces se gozó más del drama politizado y moralizante. Fabre d’Englantine había escrito para la escena. Collot-d’Her-bois y Rosa Lacombe eran actores, y el comité de Salvación Pública fundó el Teatro del Pueblo. David era el pintor y el “regisseur” de la Revolución. Es también el momento en que la ópera -creación barroca- se extiende en el gusto popular.

Es cierto: Pierre Alexandre Monsigny, cuyo Desertor (1769) estuvo en cartelera de la Opera Comique por 1425 años, fue una celebridad arruinada por la Revolución. Pedro Sedaine, Gossec o Dalayrac nunca ocultaron su ardor revolucionario; y el ciudadano André Grétry se entregó con armas y bagajes a las novedades cívicas.

Su Guillermo Tell intentó expresar “el amor a la libertad”. Su Don Quijote,“la soberbia inútil de la aristocracia”. Puso música sobre La Fiesta de la Razón, y su obra magna sigue siendo Ricardo Corazón de León, aún hoy relativamente vigente.

 


Pero dos grandes compositores se destacaron en este desarrollo estético: Luigi Cherubini y Etienne Méhul. El primero, italiano, se sintió muy a gusto en la Francia revolucionaria, imperial y restaurada. Casi hasta su muerte rigió el Conservatorio, y su Medea es un capolavoro, estrenada en Salle Feydeau, en marzo de 1797. Hombre atrabiliario, gozó en torturar a Berlioz y a otros grandes.

Méhul, el principal músico francés de la época, fue siempre consecuente en sus ideas revolucionarias y patrióticas. Tan temprano como en 1782, produjo una Cantata sobre texto de Rousseau. Influyó con vigor en Beethoven, Berlioz y Weber. Su Joseph (1807) no ha muerto del todo. Pero más aún lo sobrevive su Chant du depart, pieza clave entre los numerosos himnos cívicos de época. La letra era de Marie-Joseph Chénier, joven poeta miembro de la Convención, hermano y émulo de André, el poeta autor de Idilios, Bucólicas y Yambos.

 


Este, revolucionario moderado, fue preso en marzo de 1794, y guillotinado el 25 de julio, apenas tres días antes que Robespierre.

Marie-Joseph tuvo que defenderse de la acusación de fratricida, seguramente injusta. Pero el estreno del Chant du départ, celebratorio del quinto aniversario de la Revolución, coincidió con la ejecución de André. De cualquier modo, al morir éste, ignoraba que debería a una ópera compuesta un siglo más tarde -Andrea Chénier de Umberto Giordano- una difusión universal superior, sin duda, a la que su propia fantasía creadora le prometía.

Es que toda la revolución resultó muy colorida, emotiva y sangrienta, como suelen ser los grandes espectáculos líricos: las misces-en-scéne de David, la coreografía de las masas populares, la carnicería de las ejecuciones públicas.

Observemos, por ejemplo, a los girondinos marchando al cadalso mientras entonaban La Marsellesa. Los iban ejecutando uno a uno y “a cada golpe de la guillotina el coro perdía una voz” como recuerda Lamartine, hasta que se acalló la del último, Vergniaud. No sabemos cómo cantaría Vergniaud, pero la anécdota es terriblemente operática.

La misma Marsellesa parece un aria escrita para grandes voces. Y grandes voces la han cantado en grandes ocasiones.

Por fin, evoquemos a los soldados de Napoleón, invadiendo el templo de la música mayor, la Scala de Milán, en 1796, sin entender lo suficiente, pero encantados. La gesta napoleónica inspiró la Tercera Sinfonía de Beethoven, en si bemol mayor (1804) parece que por sugerencia de Bernadotte, aunque la proclamación imperial de Bonaparte lo enfureció al punto de alterar la dedicatoria. También el joven Wagner, hacia 1836, trabajó en una obertura “que habría titulado Napoleón”.

Extraña, de cualquier modo, que ningún compositor intentase, durante más de un siglo, escribir sobre motivos revolucionarios. Quizá la censura monárquica postergase aspiraciones que parecerían una tentación natural.

Finalmente, el caso se dio con el Andrea Chénier de Giordano, a cuyo melodismo fácil, sonoro, un tanto efectista, sirve un libreto de Luigi Illica de notable dimensión teatral y poética. A partir de entonces, y desde Mascagni hasta Gargiulo, el tema de la Revolución Francesa ha fecundado la música clásica.

Fuente: Cómo se escucha la música clásica. Horacio Sanguinetti, Editorial Planeta

 

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