Faltaba en esa época la presencia de un autor significativo para la total evolución del género ranchero: José Alfredo Jiménez. En 1951 aparecieron sus canciones Yo, Ella y Cuatro caminos. El paso que dio la canción ranchera en ese momento fue definitivo. Se trataba de un autor dedicado exclusivamente al género ranchero, pero que era capaz de aportar rasgos muy personales a la canción de la que sólo quedaba un molde exterior transmitido de boca en boca y de guitarra en guitarra.Aunque tuviesen razón quienes afirman que José Alfredo Jiménez no modificó nada del género, habría que reconocer que aportó, además de un buen y armonioso sentido de la melodía, una fuerte carga emotiva que en ocasiones llegó a la expresión dolorosa y exageradamente patética.
Aquel muchacho de Dolores Hidalgo, surgido violentamente del anonimato al abandonar un trabajo como mesero y una fallida carrera futbolística, era algo más que la “nueva voz del emigrante rural” (Carlos Monsiváis). En sus comienzos, las canciones de José Alfredo fueron antes que nada una expresión sincera que se alejaba ostensiblemente de las expectativas de la canción comercial. A mucha distancia del feliz macho que todo lo puede, “eterno habitante del rancho alegre”, José Alfredo se atrevió a ser desmesurado, a decir que “sin ella de pena muere”, a declarar su triste agonía de estar “tan caído y volver a caer”, de estar “tan perdido y volver a perder”. Por primera vez no se trataba de la expresión vacía de personajes de acciones inverosímiles sino de “carne y sangre de pasiones, despechos, rencores y abandonos tan reales como la vida misma”. El secreto de las canciones de José Alfredo no está sólo en su fácil melodía, sino en una sensibilidad urbana, cara a las clases medias y bajas, que se han alejado definitivamente de la opereta ranchera. No es de extrañar su éxito que, por añadidura, aprovechó también a las casas disqueras.
Los años posteriores a la aparición de las primeras canciones de José Alfredo Jiménez, estuvieron llenos de sus canciones y de su estilo. A pesar de las decenas de imitadores, no hubo un solo compositor del ranchero de su misma importancia; aunque sus canciones fueron sometidas a las obligadas promociones publicitarias en todos los circuitos de difusión (radio cine y discos), José Alfredo conservó en todas ellas la espontaneidad de sus primeros éxitos.
Más de 400 canciones publicadas a lo largo de veintidós años hablan de la prolífica invención del compositor que, ignorante de las reglas de la composición, tarareaba sus temas recién imaginados al arreglista Rubén Fuentes. Aunque la enumeración de las más relevantes canciones de cada año no da la medida de la importancia de su obra, recordemos que en 1952, publicó Corazón y Serenata sin luna y que 1953, año de la muerte de Jorge Negrete y Ernesto Cortázar, así como de la desaparición del estilo “limpio” de interpretación de la canción ranchera, marca también la aparición de El jinete y Paloma querida. En los siguientes años publicó Tú y la mentira, Llegando a ti, Tu enamorado y un sinfín de canciones que lo colocaron en el sitial más importante y prolífico de la canción ranchera en sus diferentes formas de canción amorosa, huapango lento, vals ranchero y corrido. El año 1958 marcó la aparición del cha cha chá; no obstante, José Alfredo siguió en la cima de la popularidad.
El atormentado compositor, ganador de cuatro Discos de oro, cuyos temas presentaban la seguridad de la fama para cientos de intérpretes de ranchero, significó mucho más que una moda. La razones de la persistencia de sus canciones podrían colocarse más allá de la buena factura de la mayoría de ellas. ¿Expresó sin saberlo y con una sensibilidad naive el arrastrado y atormentado sentimentalismo de los mexicanos? ¿Elevó a máxima cancionera los pequeños vicios de sus compatriotas? ¿Representó exitosamente un gusto estético, una escala de valores y una sensibilidad que discurrirían subterráneamente aún a despecho de Rafaeles rockanroleros y Beatles?
Fuente: Moreno Rivas, Yolanda. Historia de la música popular mexicana, Alianza Editorial Mexicana, 1979.
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