Rossini en México: los años de Santa Anna

Por Francesco Milella En 1833, después de un largo recorrido político, Antonio López de Santa Anna alcanza finalmente la presidencia de México. Para la República […]

Por Francesco Milella Última Modificación diciembre 23, 2018

Por Francesco Milella

En 1833, después de un largo recorrido político, Antonio López de Santa Anna alcanza finalmente la presidencia de México. Para la República inicia uno de sus capítulos más turbulentos e intensos: crisis económicas, guerras y tensiones internacionales, junto a la pérdida de gran parte del territorio del norte del país y la consecuente crisis moral que provocó en la sociedad mexicana, abrieron una herida profunda a la que el narcisismo megalómano del presidente Santa Anna nunca fue capaz de reaccionar concretamente.

A pesar de una crisis tan severa, la ópera en México no dejó de crecer: con el apoyo del mismo Santa Anna, aficionado a la grandeza y a la espectacularidad más que al teatro en sí, la vida musical de la capital vivió un momento de memorables éxitos. Ápice de este segundo capítulo de la historia de la ópera en México fue la construcción, a partir de 1842, del Gran Teatro de Santa Anna (luego, gran Teatro Nacional), inaugurado en 1844 con un recital sinfónico y operístico en el que participaron artistas traídos de Europa, como el chelista Maximilian Bohrer, y de distintas partes del país.

Entre tanto cambio político y social, Gioachino Rossini siguió ocupando un lugar privilegiado en los teatros y en las casas de los mexicanos. Por un lado, sus arias acompañaban a menudo las reuniones sociales en distintos espacios privados y seguían representando el repertorio privilegiado para aquellas damas y caballeros que deseaban deleitarse con el estudio de la música; por el otro, sus óperas seguían llenando los escenarios de la capital, aunque, a partir de los años treinta, compartió las temporadas con las nuevas composiciones de Gaetano Donizetti, Vincenzo Bellini y, poco más tarde, del joven Giuseppe Verdi.

Primer protagonista fue Filippo Galli, uno de los más famosos barítonos de su época (para él, Rossini escribió sus óperas más celebradas) cuya aventura mexicana había iniciado en 1831, durante la presidencia de Anastasio Bustamante. Como vimos en el capítulo pasado, Galli y su compañía introdujeron casi todo el repertorio rossiniano bufo y serio dejando poco espacio a las óperas de otros compositores. Lo que al principio había sido su fuerza, al final, terminó por transformarse en un elemento de crítica y rechazo: Ciudad de México y su afán de modernidad necesitaban música nueva. Ya había tenido suficiente Rossini.

De 1835 a 1853, Donizetti, Bellini y Verdi llenaron los teatros de Ciudad de México, Puebla y Guadalajara. Norma, Lucia di Lammermoor y Ernani fueron verdaderos hitos, dejando a un lado a nuestro querido Rossini y abriendo finalmente las puertas al Romanticismo musical. Óperas como Il barbiere di Siviglia, Semiramide, Tancredi y Maometto II, aún sin desaparecer por completo, perdieron la actualidad y, por lo tanto, la modernidad, que las había traído a México. En los años veinte, Rossini era actual, era el compositor que todos querían. Ahora, tan solo una década después de su triunfal llegada, su música se estaba transformando en historia y perdía su valor actual, pero, al mismo tiempo, iba conquistando ese respeto y esa sacralidad que solamente las obras que ya pertenecen al pasado pueden poseer.

Con ese respeto y esa sacralidad, la música de Rossini volvió a revivir en los teatros mexicanos a partir de 1854 con la llegada de una soprano que la historia sigue recordando por su estupenda voz, pero sobre todo por ser una de las protagonistas en la primera ejecución de la Novena Sinfonía de Beethoven: Henriette Sontag (1806-1854). Traerla a México no había sido una tarea fácil: para poder disfrutar de su voz en tierras mexicanas, dada la elevada compensación que la soprano alemana solía exigir incluso a los más prestigiosos teatros de Europa, fue necesaria la intervención de la primera dama, doña Dolores Tosta de Santa Anna, quien proporcionó al empresario René Masson la cantidad de dinero necesaria.

El repertorio mexicano de Henriette Sontag era lo más italiano y tradicional que el público podía desear: este incluía La fille du régiment, L’elisir d’amore y Lucrezia Borgia de Donizetti e Il Barbiere di Siviglia y Otello de Rossini. El triunfo, como era fácil de esperarse, fue enorme. Y habría sido aún más grande si, en junio de 1854, una epidemia de cólera no hubiera contagiado a la célebre soprano y terminado trágicamente con su vida en pocos días.

Con la inesperada muerte de Henriette Sontag, para México se cerró un capítulo de su joven, pero ya gloriosa historia operística. El año siguiente, 1855, fue el momento de los cambios políticos: con el Plan de Ayutla, Santa Anna se vio obligado a dimitir marcando el inicio de una etapa de reformas constitucionales, tensiones políticas e intervenciones extranjeras que culminarían en 1864 con la llegada de Maximiliano de Austria. Para la ópera, ya profundamente radicada en la sociedad y en la política mexicana, se abrirá una página nueva dominada nuevamente por la ópera italiana, ahora a través de la figura amable y discreta de Giuseppe Verdi (1813-1901): sus óperas (Trovatore, Traviata y Rigoletto más que cualquier otra) compartirán el escenario con el nuevo repertorio francés de Gounod, Bizet. ¿Y Gioachino Rossini? Sus óperas seguirán siendo representadas, aunque con menor frecuencia. Y él mismo, desde París, su lugar de residencia desde 1823, hará sentir su voz en el México imperial con su característica ligereza e ironía al obsequiar a Maximiliano, emperador de México, con un regalo inesperado y, conociendo a Rossini,… probablemente un poco sarcástico.

 

Rossini: Otello

Francesco Milella
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