Doce años transcurrieron entre la Octava y la Novena sinfonías de Beethoven. Aquella fue compuesta en 1812, ésta fue terminada en 1824 y estrenada el mismo año.
Beethoven ya había pensado desde fines de siglo poner música a la Oda a la alegría de Schiller, pero en 1823, cuando los primeros tres movimientos ya estaban terminados, aún no había decidido terminarla con un movimiento coral; esta decisión fue fruto de la composición misma.
Más tarde, Beethoven confió a sus amigos que no estaba satisfecho con el final coral y que pensaba escribir algún día algo puramente instrumental. En el estreno, La Novena Sinfonía fue recibida con entusiasmo por el público, pero la opinión de los músicos profesionales fue muy dividida, y lo sigue siendo hasta la fecha.
Lo más criticado ha sido precisamente la parte coral, y los defectos señalados han sido atribuidos a la sordera de Beethoven. Pero la cuestión no es tan sencilla. La escritura para coro no tenía en la época de Beethoven un nivel comparable a su escritura instrumental; una y otra vez vemos como los cómo los compositores clásicos y románticos, cuando escriben música coral, se acogen a los modelos del Renacimiento y el Barroco.
Así, cuando Beethoven intenta en dos de sus obras más imponentes, la Missa solemnis y la Novena Sinfonía, componer una música coral que corresponda a sus gigantescos diseños instrumentales, el resultado es una escritura que en ciertos momentos sobrepasa las posibilidades normales de la voz.
En las ejecuciones de la Novena, prácticamente todos los coros acaban desgañitándose y produciendo gritos inaceptables para la tradición coral; sin embargo, aún éstos contribuyen en última instancia a la atmósfera de paroxismo dionisiaco que Beethoven desata en el final de su sinfonía.
Si la parte coral fue recibida con reservas, los tres primeros movimientos, en cambio, apabullaron a los contemporáneos y abrieron posibilidades que durante un siglo fueron exploradas por muchos compositores. El primero en seguirlas fue Wagner, y prácticamente todas las sinfonías de Bruckner y Mahler fueron sus descendientes directas. La novedad de la Novena no fue tanto su duración como su escala de tiempo.
De hecho, este aumento de escala ya se había sentido desde la “Heroica”, pero en la Novena alcanza proporciones insólitas. Estas proporciones se revelan ya desde el principio: el tema no aparece de inmediato, sino que va tomando forma paulatinamente en un trémolo misterioso, y todo lo que sigue, la exposición, el desarrollo, etcétera, se desenvuelve con la misma amplitud. Esta forma de comenzar una sinfonía, tan sorprendente en su época, se convirtió después en un recurso favorito para iniciar una obra de grandes dimensiones; cinco de las sinfonías de Bruckner, sin hablar de muchas otras, comienzan en forma parecida.
El atlético scherzo, puesto por primera vez como segundo movimiento y no como tercero, comienza con un fugado a cinco voces en las cuerdas y podría llamarse un ensayo sobre una sola figura rítmica. El trío interrumpe por algunos momentos su energía implacable y presenta un tema de carácter parecido al del movimiento final. El tercer movimiento consiste fundamentalmente en una tranquila melodía cuyas variaciones alternan con una melodía complementaria, inolvidable desde su primera aparición.
El cuarto movimiento se inicia con disonancias estridentes, aplicadas por un recitativo de las cuerdas graves que trata de poner orden en el caos de los demás instrumentos. Éstos proponen fragmentos de los movimientos precedentes, pero las cuerdas graves los interrumpen vez tras vez y finalmente entonan el tema principal del movimiento, una melodía tan sencilla como la más sencilla canción popular, un sublime lugar común digno de unir a toda la humanidad.
Este tema se repite varias veces, pasando del ámbito grave al agudo y culminando a toda orquesta, y una breve transición nos lle, a nuevamente al desorden inicial.
Ahora es el barítono que se enfrenta a él, con las palabras: ¡Amigos, estos sonidos no! Entonemos algo más agradable y más lleno de alegría.
Acto seguido el solista canta el tema principal, imitado por el coro y los demás solistas, sobre las primeras estrofas del poema de Schiller. En estas estrofas, el poeta canta la alegría, la fraternidad humana, el amor, la amistad, la naturaleza. Un acorde inesperado cambia la tonalidad y conduce a la sección siguiente (allegro assai vivace) una marcha en la cual el tenor apoyado más tarde por el coro, canta la alegría de la existencia dinámica y heroica. La orquesta irrumpe en una agitada fuga en la que aún persiste una alusión al tema del tenor.
Cuando esta agitación se aplica, el coro entra nuevamente con el tema principal, acompañado por rápidas figuras de las cuerdas. En la sección siguiente (andante maestoso), los tenores y los bajos, acompañados por los trombones, inician un poderoso tema nuevo, seguidos por las voces femeninas.
En esta sección, el poema de Schiller habla de la fraternidad de toda la humanidad y de los sentimientos religiosos que despierta la contemplación del universo. Reaparece “el tema de la alegría”, combinado con el tema del andante maestoso (ambos con sus textos originales), y la música se detiene en largos y transparentes acordes del coro y la orquesta. Después las cuerdas, en una rápida alusión al tema principal, inician la sección final.
Los solistas y el coro alternan cantando un nuevo tema, y después de unos breves momentos de calma, en la cual los solistas alternan por turno una complicada figura melódica, la orquesta precipita a todos en el arrollador final.
Joaquín Gutiérrez Heras (1927-2012), compositor y académico mexicano. En Notas sobre notas, compilación y prólogo de Consuelo Carredano, México, Sello Bermejo/Conaculta, 1998.
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