Por José Antonio Palafox
Segundo de cuatro hermanos, Jacob Gershovitz nació en Brooklyn en 1898, en el seno de una familia de inmigrantes rusos de ascendencia judía. Como parte del proceso de americanización a que se someten prácticamente todos los extranjeros que se asientan en los Estados Unidos, sus padres no tardaron en modificar los nombres de los integrantes de la familia, con lo que el pequeño Jacob se convirtió en “George” y su apellido pasó a ser “Gershwin”.
George Gershwin mostró un interés temprano por la música: a los diez años aprendió por sí mismo a tocar el piano, y a los quince consiguió empleo en una casa editora donde -a pesar de su escasa formación técnica- interpretaba en dicho instrumento las melodías que estaban de moda con el objetivo de que los clientes compraran las partituras. Poco después se animó a componer sus propias canciones y a poner música a diversos espectáculos de Broadway, con lo que consiguió cierta popularidad y un relativo reconocimiento entre el público y la crítica especializada.
Sin embargo, será hasta 1924 cuando la carrera de Gershwin como compositor alcance uno de sus puntos más altos. El 12 de febrero de ese año estrenó en el hoy extinto Aeolian Hall de Nueva York una obra que llegaría a ser una de las piezas más famosas de la historia de la música de concierto, representativa no sólo de Gershwin en particular, sino de la música estadounidense en general: la Rhapsody in Blue.
Gershwin compuso esta pieza a petición del también músico Paul Whiteman (1890-1967), “El rey del jazz”, quien intentaba conseguir que ese género musical fuese valorado como algo más que un simple entretenimiento para la “chusma”. Whiteman pensaba que era necesario llevar el jazz a las salas de concierto para que pudiese ser reconocido como una música digna y valiosa, por lo que –entre otros intentos- organizó un magno evento al que llamó “Un experimento en música moderna”, del que Rhapsody in Blue de Gershwin formaría parte.
Originalmente Gershwin escribió Rhapsody in Blue en una versión para dos pianos, ya que –como el propio compositor advirtió a Whiteman- sus conocimientos respecto a cómo orquestar una obra eran aún muy deficientes. “El rey del jazz” recurrió entonces a Ferde Grofé (1892-1972), pianista y arreglista de su agrupación, quien se encargó de preparar la versión para piano y banda de jazz que se estrenó en el Aeolian Hall, además de las subsiguientes versiones de 1926 (para piano y pequeña orquesta) y 1942 (para piano y orquesta sinfónica). Esta última es la que todos conocemos hoy en día y que Gershwin no alcanzó a escuchar, ya que un tumor cerebral le provocó la muerte en 1937.
El “experimento en música moderna” llamó la atención de un numeroso público, atraído porque Whiteman había asegurado que el concierto contaría con la presencia de algunas personalidades de la música “seria” -tales como el compositor y pianista Sergei Rachmaninoff y el reconocido violinista Jascha Heifetz-, quienes llevarían a cabo un debate sobre cuál era la auténtica música estadounidense. Así pues, al iniciar el concierto, el Aeolian Hall se encontraba atestado. Sin embargo, las cosas empezaron a ir mal. El hecho es que, según parece, Whiteman había llenado la sala basándose en publicidad engañosa: el concierto avanzaba y no se veía aparecer a ningún grande de la música por ningún lado. Además, el extenso programa no tenía prácticamente nada de música moderna, y mucho menos de experimento. El público empezaba a inquietarse porque el evento duraba ya demasiado y no pasaba de ser una sucesión de obras ya conocidas y sin ninguna relación con el tema anunciado: la Paul Whiteman’s Orchestra interpretaba sin cesar marchas militares, fragmentos de operetas y canciones populares arregladas en un estilo jazzístico mientras se dejaban oír murmullos de inconformidad y los espectadores se miraban unos a otros, decepcionados. Incluso algunas personas se levantaron de sus asientos para abandonar la sala, molestas. De pronto, el cuchicheo fue silenciado por el sonido de un intrincado glissando de clarinete que estaba destinado a convertirse en uno de los más famosos comienzos de la historia de la música. Daba inicio así la Rhapsody in Blue de George Gershwin, penúltima obra dentro del programa del desastroso “experimento en música moderna”.
Ese solo de clarinete (tan amado por el público y tan temido por los clarinetistas) en clave jazzística marca el comienzo de un expresivo y profundo diálogo no solo entre el piano y la orquesta (o banda de jazz, según la versión), sino entre dos formas musicales distintas –la música popular y la música “culta”- hasta entonces separadas por una barrera de índole cultural y, arriesgándonos aún más allá, entre el individuo contemporáneo y su entorno. Con Rhapsody in Blue Gershwin entregó a la posteridad un canto dedicado tanto a las grandes urbes estadounidenses (con sus majestuosos rascacielos y el frenético movimiento de sus multitudes) como a la tristeza (y me parece que es aquí donde encaja el polémico “blue” de su título) del individuo que se encuentra solo en medio de la muchedumbre para ser irremediablemente arrastrado y finalmente aplastado por el vertiginoso discurrir de la modernidad. En pocas palabras, Gershwin estaba apelando tanto a la nación como al hombre común; y su llamado obtuvo respuesta: el estreno de Rhapsody in Blue fue un éxito rotundo, y su fama se extendió rápidamente por todo el mundo. Su partitura pasó a formar parte del repertorio de los más destacados pianistas, además de que influyó categóricamente sobre otros compositores de música “seria”, quienes comenzaron a integrar elementos propios del jazz en sus creaciones. Por si fuera poco, hoy en día continúa siendo favorita de todo tipo de público y es la obra de Gershwin que cuenta con más grabaciones en el mercado.
A fin de cuentas, con todo y su publicidad engañosa, el objetivo de Paul Whiteman terminó por cumplirse de cierta forma: el hecho de que Rhapsody in Blue haya sido interpretada por vez primera en una prestigiosa sala de conciertos como era el Aeolian Hall significó la entrada triunfal del jazz en los sagrados territorios de la música académica. Pero eso no fue todo: a pesar de que algunos críticos coincidieron en que la obra tenía ciertas fallas estructurales, lo cierto es que con ella Gershwin había logrado -de una manera prácticamente intuitiva- conjuntar acertadamente la riqueza rítmica y armónica propia de las melodías de carácter popular con la inigualable atmósfera de improvisación del jazz y con una estructura formal propia de la música “culta”. Gracias a la unificación de estos elementos tan distintos, la música estadounidense de concierto había encontrado una obra representativa, construida –al igual que los Estados Unidos- a partir de fragmentos de distintas culturas.
Orquestación 1924
No se pierda la ejecución de esta notable obra de Gershwin este fin de semana con la Orquesta Sinfónica de Minería. Para mayor información, consulte cartelera.
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