Giacomo Puccini, ¿el último operista?

Después de Verdi, Giacomo Puccini dio nueva energía a la ópera italiana transportándola, con éxito, hacia la compleja modernidad del siglo XX. 

Puccini
Por Francesco Milella Última Modificación diciembre 3, 2021

Después de Verdi, Giacomo Puccini dio nueva energía a la ópera italiana transportándola, con éxito, hacia la compleja modernidad del siglo XX. 

‘Aquí termina la ópera, porque en este punto murió el maestro’. Así, con tono firme y melancólico, Arturo Toscanini interrumpió a mitad del tercer acto el estreno mundial de la ópera Turandot en el Teatro alla Scala de Milán en la noche del 25 de abril de 1926. Eran las últimas notas que Giacomo Puccini, internado en un hospital de Bruselas por un cáncer en la garganta, había logrado componer hasta el día de su muerte el 29 de noviembre de 1924. Estas palabras, memorables desde el momento en el que fueron pronunciadas, han adquirido hoy un valor casi espiritual y aún más nostálgico, no tanto por lo que pasó esa noche sino por lo que no sucedió en los años siguientes. Para muchos, académicos y amantes de la ópera, Turandot y, en general, Puccini representa el punto final de la historia de la ópera italiana, más de trescientos años después de su ‘nacimiento’ con L’Orfeo de Claudio Monteverdi. Los hechos, más allá de la pasión impulsiva de los melómanos y de las categorizaciones de cierta academia, nos enfrentan con una realidad más matizada: las aventuras de figuras como Umberto Giordano, Ildebrando Pizzetti, Riccardo Zandonai o, más recientemente, de Salvatore Sciarrino y Azio Corghi, entre otros, demuestran que la ópera, a pesar de las muchas dificultades, todavía no quiere ser enterrada, menos con una lápida que lleve el nombre de Giacomo Puccini (1858-1924). Sin embargo, su nombre cambió radicalmente la historia de una tradición operística, la italiana, que hasta ese momento parecía inmutable.

Puccini y la tradición italiana

Su trayectoria musical comienza en plena rebeldía verista a finales del siglo XIX. La tradición italiana de Verdi y sus antecesores, Rossini, Bellini y Donizetti, entra en crisis bajo la presión de la Giovane Scuola. Puccini percibe desde joven la necesidad de una nueva ópera italiana capaz de superar, sin romperlos, los vínculos de su tradición y se abre a la experimentación bajo las nuevas influencias francesas y wagnerianas. Puccini comparte sus inquietudes con dos óperas, hoy poco conocidas: Le Villi (1884) y Edgar (1889). Pero solo años más tarde con Manon Lescaut (1893) Puccini supera la fase experimental de rebeldía y comienza a definir un lenguaje propio y auténtico. Enfrenta abiertamente las formas tradicionales de la ópera italiana, desde la cabaletta hasta el concertato. Las reinterpreta en un lenguaje musical y teatral que fluye libremente: el aria, fulcro de la ópera italiana, sigue viva, pero surge y vuelve a integrarse en el tejido teatral sin interrumpir el discurso dramatúrgico. 

Tres años después, este lenguaje alcanza su primer triunfo con La Bohème. Con esta ópera Puccini explora nuevas dimensiones teatrales amarrado a la tradición italiana pero deseoso de explorar nuevos espacios. Son cómplices dos libretistas que jugarían un papel esencial en su trayectoria operística: Luigi Illica y Giuseppe Giacosa. Puccini  construye un teatro íntimo, sustentado por pequeñas cosas y gestos casi imperceptibles: protagonistas son los detalles que cautivan la atención de la ingenua Mimí, las flores, el cielo y la primavera, los sueños del poeta Rodolfo, el gorro rosa que él le regala, o la chaqueta que Colline vende para sacar dinero y comprar los medicamentos para Mimí, ya muy enferma. El teatro de Puccini surge en un espacio entre música y palabras, entre alusiones sutiles, metáforas y simbolismos en abierta oposición a la retórica escenográfica de cierta ópera decimonónica. 

Con Tosca (1900) Puccini busca una teatralidad más dramática y natural: se abre a un lenguaje armónicamente más tenso e inestable, apoyado por una orquesta explosiva e incluso ruidosa (pensemos en el célebre Te Deum al final del Acto I). El canto, hijo de la herencia verista, abandona definitivamente la estética belcantista y cede ante la cruda expresividad de personajes como Tosca, Mario y Scarpia. Las formas tradicionales de la ópera italiana, con algunas célebres excepciones (‘Vissi d’arte’, ‘E lucevan le stelle’) se disuelven definitivamente bajo la influencia de Wagner. La partitura operística adquiere una profundidad sinfónica no solo por la riqueza de su timbre sino también por la organización del material musical. Casos ejemplares son el ya mencionado leitmotiv y lo que hoy se conoce como ‘crescendo temático’, es decir, el desarrollo en clímax de un núcleo musical. Pero Wagner no fue el único. 

Hacia el extranjero

Alejarse de la tradición italiana significó para Puccini acercarse gradualmente a las distintas influencias extranjeras a principios del siglo XX. Siguiendo el camino de su colega Pietro Mascagni y su Iris (1898), también Puccini se dejó contagiar por la moda del orientalismo, filtrado a través de la estética francesa y de la literatura estadounidense de David Belasco. Con Madama Butterfly (1904) Puccini construye su primera idea de oriente idealizada y onírica tanto en la escena como en la música. Cinco años después, en 1909, gracias a la colaboración con los libretistas Guelfo Civinini e Carlo Zangarini, Puccini se abre a una dimensión comunicativa más prosaica y discursiva que el nuevo teatro alemán estaba definiendo en sus esfuerzos creativos postwagnerianos: nace La fanciulla del West escrita para Enrico Caruso y estrenada en Nueva York. Al terminar la Primera Guerra Mundial, después del interludio afrancesado de La Rondine (1917), Puccini explora la orquestación de Debussy, la brevedad dramatúrgica de Richard Strauss (y a su díptico SalomeElektra) y las nuevas disonancias armónicas de Igor Stravinsky: tres ingredientes aparentemente inconciliables que Puccini resume magistralmente en la composición de su tríptico (Il tabarro, Suor Angelica y Gianni Schicchi) presentado en Nueva York en 1918. Ocho años después el mundo asistiría a Turandot, última obra maestra que Puccini dejaría incompleta.

Puccini alcanzó un éxito que nadie en la generación post-verdiana había logrado construir. Su mérito, más allá de su indiscutible genio musical, reside en la capacidad que tuvo, no de destruir – como muchos de sus coetáneos intentaron hacer –, sino de reinventar la tradición italiana a partir de sus convenciones. Puccini abrió las puertas de la ópera italiana a la influencia extranjera de su tiempo (como Verdi lo había intentado ya de manera muy sutil mirando a Wagner con su Don Carlos): puso en crisis sus reglas y costumbres integrándolas en el complejo tejido cultural europeo. Turandot, capítulo final de este proceso, no marca la muerte de la ópera italiana sino su metamorfosis en un género moderno e internacional, capaz de sobrevivir y dialogar en la coralidad herida del nuevo siglo. 

Francesco Milella para Música en México

Francesco Milella
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