Cuando uno escucha la voz de quilate aterciopelado que luce Juan Diego Flórez (Lima, 1971), no sólo recupera a través de su canto las esencias de los mejores; no únicamente reconoce el estilo, la prodigiosa técnica, el flujo extraño de una insólita personalidad que le ha valido ser calificado como el número uno en su especialidad belcantista.
También vislumbra, aparte del eco melódico de Chabuca Granda, a la que acompañó su padre músico, la cabal sensibilidad de un muchacho —hoy ya figura madura, triunfante, consagrada y en plenitud— que no ha dado una patada a su conciencia callejera de talento rescatado en mitad de las penurias, de vida en los límites, entre escombros, marginación, pillería, necesidad y convivencia con trileros, buscavidas y travestis de barrio.
Entre los márgenes de la inevitable condena limeña que sufren muchos, emergió un gran divo. Un antes y un después en la época dorada de las voces latinas en el mundo, que ya ha marcado época. Mañana se presenta en el Teatro Real, con un recital organizado por Juventudes Musicales, acompañado por el español cómplice de su aventura solidaria, el director Pablo Mielgo, al frente de la orquesta que rige como titular, la Sinfónica de Baleares. En el programa: repertorio francés, el mismo al que se ha encomendado Flórez en su último disco, L’amour (Decca), tras cinco años de no lanzar nada al mercado.El peruano es calificado como el número uno en su género belcantista.
Llegan los dos de la sede de Naciones Unidas en Ginebra, donde juntos ofrecieron un recital con una orquesta de jóvenes latinoamericanos —la formación Harmonia— formados a orillas de los sistemas, donde había buena presencia de la iniciativa que Flórez ha puesto en marcha en su país —Sinfonía por el Perú—, con la determinante inspiración de José Antonio Abreu desde Venezuela. Nobleza y raíces obligan: “Las cosas van mejor, pero el crecimiento y la riqueza de las cifras, aunque ahora haya disminuido, no alcanza a paliar la desigualdad de la calle. Existen muchos espacios vulnerables, la gente convive entre basuras y falta de estructuras que propicien el desarrollo”, denuncia el artista.
Ha vivido años dorados desde que salió (apoyado económicamente por unos aficionados pudientes de la sociedad limeña) a estudiar en el Curtis Institute de Filadelfia y luego a comerse un mundo todavía ajeno a la eclosión latina que ha vivido la ópera en los últimos años. Desde que debutara en Pesaro, por sorpresa, con Matilde de Chabran, de Rossini, sin duda su compositor fetiche, se convirtió en la cabeza de todo un movimiento en el extrarradio global de la lírica.
Era el joven más prometedor entre un ramillete en el que también despuntaban Rolando Villazón, Ramón Vargas, Aquiles Machado o José Cura y se ha consagrado evidentemente como el más grande y referencia de la generación posterior, en la que ahora ha estallado el mexicano Javier Camarena, tras sus pasos. Debutó en Pesaro con ‘Matilde de Chabran’, de Rossini, su favorito. Pero ya en su madurez — “llevo casi 20 años sobre los escenarios, eh”, avisa para que no caigamos en el espejismo de que fuera ayer cuando lo descubrimos—, casado, con dos hijos y varios récords de triunfos con bises en la Scala de Milán o el Metropolitan de Nueva York, Flórez, además de seguir afianzándose, ha sentido ahora la llamada solidaria.
Su compromiso con Perú se concreta en este proyecto que en tres años ha creado 13 núcleos de enseñanza y 15 orquestas infantiles y juveniles en su país. “Llevan apenas dos años aprendiendo y ya tocan en orquesta”. Pero lo que más le anima es la cosecha de orgullo en sus entornos. “Hemos hecho estudios y comprobado que no sólo han mejorado las relaciones entre las familias que tienen a algún muchacho estudiando música con nosotros; también han mejorado su rendimiento escoar. Se convierten en ejemplos a seguir, refuerzan su orgullo, remueven la ilusión y eso es muy importante”, afirma.
En su madurez, casado y con dos hijos, ha sentido la llamada solidaria. Pablo Mielgo visitó sus orquestas y quiso involucrarse. Para el director español, Juan Diego Flórez sólo reparte halagos y habla de proyectos futuros. “No sólo es un gran músico, también se ha comprometido a fondo con nuestro programa, hemos hablado a fondo, queremos crear una academia en Viena, donde ambos vivimos, y unirla a los sistemas latinos de enseñanza musical en territorios marginales”.
Por ahora se han adentrado en lo sinfónico. Pero no tardará en llegar el canto. “No tendría sentido que yo no lo impulsara siendo cantante”, avisa. Y para ello no duda de que tendrá el apoyo de otros colegas, vecinos suyos en Viena. “En mi misma calle viven Ramón Vargas o el polaco Piotr Beczala. Y un poco más allá, en el mismo barrio, Anna Netrebko”.
En lo estrictamente musical, Flórez afronta una etapa centrada en el repertorio francés. Tras la estela de Alfredo Kraus, ejemplo que él siempre ha reivindicado (“mi mejor guía”), lo que se podrá escuchar mañana será una muestra de futuras incursiones o debús en títulos como Romeo y Julieta (Charles Gounod), Werther (Jules Massenet), Orfeo y Euridice, de Gluck, y Lucia di Lammermoor (Bellini).
El fenómeno cultural latino no le sorprende: “La eclosión cultural latina tenía que llegar un día, aunque sólo fuera por mayoría numérica de población sobre otras partes, debía darse una generación que destacara”. Muchos artistas, pero un tanto dejados a su suerte para desenvolverse en la jungla de las promociones: “Ese papel que antaño jugaban las discográficas, hoy lo han abandonado debido a su declive. Nosotros, los cantantes, jugamos con desventaja, no nos sabemos mover a la hora de controlar nuestra imagen.
Si aparte de estar en plena forma para ofrecer el máximo nivel ante teatros llenos tenemos que ocuparnos de la promoción, no damos abasto. Necesitamos cuidarnos para que nuestras voces ofrezcan delicadeza y potencia, y debemos renunciar a ciertas demandas que nos ayudarían a darnos a conocer en beneficio de mantener nuestras facultades”
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