Las mejores sinfonías (I)

Hacer listas de lo mejor de cada género instrumental es una práctica polémica. Cada melómano tiene sus propias opiniones justificadas por diferentes razones que, desde […]

Por Música en México Última Modificación enero 5, 2019

Hacer listas de lo mejor de cada género instrumental es una práctica polémica. Cada melómano tiene sus propias opiniones justificadas por diferentes razones que, desde el punto de vista de la apreciación, son todas válidas. En realidad no hay manera de llegar a una selección que convenza a todo el mundo. Sin embargo, realizar estas valoraciones siempre resulta interesante.

Creemos que estas son, sin orden establecido, las más grandes sinfonías de todos los tiempos, las obras más emotivas, más impresionantes y mejor escritas en la historia. Que comience la epopeya…

Mozart – Sinfonía no. 41, K. 551, “Júpiter”

Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt, dirige Paavo Järv

La Sinfonía no. 41, la última, merece ser presentada como el afortunado producto artístico de la más elevada genialidad, que, habiendo aprehendido el magisterio de Bach, se erige en una de las más destacadas composiciones sinfónicas de Mozart y en una de las obras de arte absolutas de la civilización occidental. No obstante, el autor no llegó a ver estrenada esta obra (decimos “ver” porque, como Beethoven, suponemos que pudo “escuchar” en su mente la versión ideal).

No hay una explicación convincente del motivo por el que se conoce a esta sinfonía como “Júpiter”. Al parecer, debió de ser el célebre Johann Peter Salomon quien, consciente de la altura de la obra, le otorgó esta denominación. Júpiter es el padre de los dioses y el más grande de los planetas; Júpiter es la luz (do mayor), el trueno y el águila. La obra exhibe una sobreabundancia de temas melódicos en cada uno de sus movimientos que calificaríamos de “exuberante” si estos a su vez no respondiesen a una naturaleza tan matemáticamente ponderada: son tres en el allegro inicial, tres en el andante cantabile, y otros tres en el molto allegro final, todos ellos incluidos en sus respectivas formas de sonata, es decir, sometidos asimismo a desarrollos y variaciones. Parece que Mozart quisiera concentrar en una sola sinfonía todo el material posible, consciente de que no volvería a componer en el género. El último movimiento en particular, el fugato, presenta una complicación extrema, un despliegue espectacular en el manejo de las proporciones musicales. En él se producen continuos contrapuntos entre los mencionados tres temas principales y, al menos, otros dos motivos musicales que discuten, se superponen, luchan, y se revuelven con precisión matemática. La mente de Mozart es capaz de traducir dichas proporciones y números a sonidos musicales con la mayor naturalidad, sin que nada parezca forzado. Quizás no se concede la importancia que debiera al estudio que, en torno al año 1782, realizó el compositor sobre Bach (apenas conocido por entonces como el padre de Carl Philipp). Evidentemente, Mozart no debió de tener problemas para mantener su criterio al margen de las modas estéticas que lo consideraban anticuado y reconocer en él la figura de un gigante. Con todo, el mayor logro de este fugato, el que sitúa a Mozart a la altura de Bach, consiste en el inmenso gozo artístico y musical que produce todo aquel mare magnum aritmético de motivos fugados, imitados, enfrentados y mezclados entre sí. El efecto del movimiento ofrece, con el resultado más placentero posible, un auténtico monumento sonoro al pensamiento científico. En la actualidad, la música de Mozart parte con cierta desventaja frente al público, puesto que, de acuerdo con su posición en la línea cronológica, su orquesta aún no posee la contundencia sonora de la undécima Shostakóvich, ni la variedad tímbrica de Richard Strauss, pero cuenta con un activo de importancia fundamental que se añade a su altura artística intrínseca: las diferentes maneras de interpretación que, al menos desde mediados del siglo XX, se están llevando a cabo de su música y que parecen seguir abriendo nuevas vías para que suene siempre nueva y original.

Fuente: Enrique García Revilla para la Orquesta Sinfónica de Castilla y León


Dvořák – Sinfonía del Nuevo Mundo

Orquesta Filarmónica de Nueva York, dirige Alan Gilbert

Una de las composiciones más populares del repertorio posromántico/nacionalista fue concebida a partir de una petición de Jeannette Thurber, mecenas fundadora del Conservatorio Nacional de Música con sede en Nueva York.  Dvořák fue director de esa institución durante dos años (1892 – 1894). El 16 de diciembre de 1893 la Filarmónica de Nueva York, bajo batuta del maestro Anton Seidl, estrenó en el Carnegie Hall la sinfonía que nos ocupa.

“Temas originales imbuidos de las peculiaridades de la música indígena y lo he desarrollado con todos los recursos modernos de ritmo, armonía, contrapunto y color orquestal”, puntualizó el compositor de Bohemia como repuesta a las críticas por la falta de legitimidad de las ideas temáticas, conformidades y sonoridad manejadas en ésta, su Sinfonía No. 9. Cuatro movimientos (Adagio-Alegro Molto, Largo, Scherzo: Molto vivace, Allegro con fuoco) en simetría (dos resueltos/rápidos en los extremos; lento y Scherzo con trío en la distribución  interior) que repite el modelo beethoveniano de equilibrio estructural sinfónico (presente en la Sinfonía 1 a la Sinfonía 8: el autor de Fidelio realiza cambios sustanciales en la Novena).

Adagio de tensa tranquilidad interrumpida por una apelación de las cuerdas con réplica en la fuerza de timbales y vientos hasta la irrupción del motivo danzante del Allegro: leit motiv de la pieza. Segundo movimiento: fragmento perfecto y fascinante de la música de concierto occidental: Largo, gobernado por un lirismo que el corno inglés edifica desde doloroso y dulce canto. Movimiento seductor en el que flautas y oboes configuran conformes de vigorosa abstracción.

Menguadas mutaciones de las cuerdas en melancólicas rotaciones del Allegro que remata con ‘tutti’ categórico del motivo danzante. Atmósfera desolada que los metales acogen en un ‘diminuendo’ absorbente en el remate. Scherzo que nada tiene que ver con zapatees de pieles rojas como muchos han dicho; sí, una danza de vivo colorido con ciertas reminiscencias americanas en el trío. Vuelta del motivo del Allegro inicial en traslaciones que se convierten en coda. Allegro con fuoco, cuarto movimiento, de raigambre muy popular que los metales exponen con arrobada solemnidad. Clarinete enunciando motivaciones líricas de tristeza manifiesta hasta un subtema dancístico, suerte de marcha, de arrojada animación instrumental. Final  dvořákiano brillante y equilibrado: sin carga dramática gratuita. Obra maestra indiscutible del sinfonismo posromántico.

Por Carlos Olivares Baró en La razón

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