Mirar la música, escuchar las imágenes: el piano en la pantalla

El mundo de los medios, de la televisión y de los discos ha cambiado profundamente la forma en la que escuchamos y vemos la música clásica cada día.

Por Música en México Última Modificación marzo 4, 2024

El mundo de los medios, de la televisión y de los discos ha cambiado profundamente la forma en la que escuchamos y vemos la música clásica cada día. Todo comenzó entre los años 60’ y 90’ del siglo pasado, justo cuando dos de los más famosos pianistas de esos años comenzaban su aventura.   

Londres, 8 de abril 1982. Arturo Benedetti Michelangeli. 

La Orquesta Filarmónica de Londres espera sentada la entrada del director de orquesta. Las partituras de Debussy y Ravel descansan en los atriles, esperando renacer de nuevo. Todo parece seguir el ritual habitual de cualquier concierto. La Royal Festival Hall de Londres se inunda de un silencio místico. Algunos tosen con discreción, esperando prevenir ruidos molestos durante el concierto. Otros dan la última ojeada al programa de sala. La tensión es evidente. Se mezcla a la emoción en un clima de pura energía: ese no es un concierto cualquiera. Saben muy bien que cualquier ruido, incluso el más mínimo y natural, no será el bienvenido esa noche. Podría incluso causar la interrupción de la ejecución, la ruptura de una magia que muchos han esperado años para ver. Y la verdad, nadie quiere terminar en los periódicos del día siguiente como el responsable de una semejante tragedia. Todo tiene que ser perfecto para que esa noche entre en la historia. Otro minuto más de silencio y aparecen los protagonistas: se ve la cabeza del director, Sergiu Celibidache, acompañado por un hombre de pelo negro, con una mirada seria y obscura, como si buscara evitar los aplausos del público para no interrumpir su concentración religiosa antes del concierto. Es el pianista Arturo Benedetti Michelangeli

Con sus setenta y dos años, Benedetti Michelangeli es, en ese momento, uno de los pianistas más admirados del momento. Su devoción total ante el piano, su rigurosa búsqueda del sonido perfecto junto a su carácter severo y reservado lo han transformado en un mito. Célebres son sus caprichos como célebres son los pocos conciertos y, aún, más los escasos discos que ha regalado a su público. Sus aficionados admiran la coherencia de un hombre que, cinco minutos antes de un concierto, cancela todo porque el piano, su piano, ese día tiene un sonido diferente; y luchan para conseguir grabaciones piratas de los pocos conciertos que da, casi siempre en Alemania y en Suiza. Esa noche de junio Michelangeli es una criatura de otro mundo: su cuerpo es inmóvil, su expresión imperscrutable. Son sus manos, ellas solas, casi desconectadas de su cuerpo, las que hacen la magia. Benedetti Michelangeli es una estatua y como tal el público la venera. Las cámaras en la sala no se dejan asustar por su rigidez. Al contrario: su sed de imágenes encuentra en Benedetti Michelangeli la fractura, el contraste que el mundo, tan frenético y obsesionado con la acción, necesita. 

Mi casa, ayer en la noche. Glenn Gould

Después de un largo día de trabajo, decido echarme en el sillón y poner un poco de música para piano. Tengo ganas de Bach. Me acerco a mi computadora para abrir mi Spotify (mi librería de discos me mira con nostalgia) buscando en mi mente el disco que quiero escuchar. Ahí están: los discos blancos y rojos de la Sony, la obra integral para piano con Glenn Gould. Son tantos que me tardo unos cuantos minutos en encontrar el que quiero: vol. 5, partitas, Concierto Italiano. Si: es ese. Comienza a tocar el preludio de la partita n. 1, sigue la alemanda. No regreso a mi sillón y decido ponerme a hacer cosas, ordenar libros, hacer un par de llamadas, preparar la cena…la música que quería escuchar se transforma en un sonido de fondo que, de vez en cuando, vuelve a tomar el escenario cuando callan otros ruidos. Hasta que llega el Adagio del concierto en re menor para oboe de Marcello que Bach transcribió para piano. Ahí sí, no puedo seguir. Interrumpo todo y contemplo ese momento de absoluta perfección. Siento las notas y, con ellas, la voz de Gould que geme en el fondo, como si sus manos no lograran liberarse completamente del viento de emociones que esa música despierta en él. Es un momento mágico, a su manera místico y religioso. Mi silencio admira la música, imposible no hacerlo, pero termina contemplando al pianista y su pathos. Me doy cuenta de que él, y no la música, es el verdadero centro de mi atención. 

Cuarenta y dos años después de su muerte, Glenn Gould sigue siendo de los pianistas más conocidos a nivel mundial. Pocos son los que tuvieron el privilegio de verlo en vivo en los pocos, escasos conciertos que ofreció a lo largo de su trayectoria musical. Nada comparable con los millones que desde los años 80’ fueron comprando sus discos y, hoy, llevan su nombre en la lista de los artistas más escuchados en Spotify en la categoría ‘música clásica’. Sin mencionar YouTube, plataforma en donde Gould domina indiscutiblemente la clasificación de los pianistas más vistos. Y es suficiente abrir uno de sus videos más famosos – la grabación en video de las Variaciones Goldberg de 1981, unos años antes de su muerte – para entender la razón de este éxito. La música comienza antes de que podamos ver a Gould: las cámaras nos reciben con un plano lento sobre las consolas y pantallas de una sala de grabación. Gould aparece desde lejos, detrás del vidrio que lo separa de la sala de control, encorvado sobre el piano, sentado en su silla, visiblemente más baja de lo que sería un tradicional banquito para piano. Su cuerpo se mueve con la música, acompaña sus gestos. La boca tartamudea sonidos primordiales: la voz se ahoga, llora, aplaude las maravillas de Bach. Todo es una danza total y absoluta en donde no sabemos si el cuerpo de Gould es la víctima o el motor de la música que estamos escuchando

Hacer una comparación entre Arturo Bendetti Michelangeli (1920-1995) y Glenn Gould (1932-1982), dos de los más grandes pianistas del siglo pasado, es una tarea monumental, demasiado grande para poderla resumir en lo que queda de este texto: nos obligaría a tocar con mano todos esos temas filosóficos que rodean palabras como ‘interpretación’ ‘verdad’, ‘cuerpo’ y ‘religión’. Sin embargo, hay otro tema, aparentemente menos filosófico, que estos dos ejemplos nos invitan a analizar, aunque superficialmente: la mediatización de la música. Benedetti Michelangeli y Gould viven y trabajan en los años que marcan el triunfo del video y de la música grabada. Son los años, 1960-1990, en que la radio y, luego, la tele substituyen a la chimenea como lugar de reunión en las casas del mundo occidental, mientras el cine va quitando público al teatro y a la ópera. La cámara remplaza nuestros ojos y decide qué es lo que podemos ver en una escena mientras que el disco da acceso constante a la música sin tener que ir a un teatro o a una sala de concierto, transformando la música en otro adorno más de nuestra cotidianidad. La tecnología no cambia solo nuestras costumbres sino también nuestra forma de escuchar: el video elige los momentos en los que vale la pena concentrar nuestros oídos en la música o nuestros ojos en el intérprete; el disco, al contrario, nos da la libertad de interrumpir una sinfonía o saltar al movimiento siguiente: nos da el poder de ejercer nuestra libertad ante algo cómo la música clásica que el mundo sigue adornando de espiritualidad. En este cambio radical de nuestra cultura, Benedetti Michelangeli y Gould representan dos casos opuestos en la forma de vivir la música, pero idénticos en la forma en la que los medios, sea la televisión o un disco, contribuyen de forma determinante a construir, contar y representar su mito más allá de la música que tocan desde su piano. 

Fuente: Francesco Milella para Música en México

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