Agrippina en el Auditorio Nacional: sexo, drogas y música barroca

Creyendo que su esposo, el emperador Claudio, ha muerto ahogado en un naufragio, la reina Agripina se apresura a colocar en el trono a Nerón, su hijo.

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación abril 6, 2020

Estamos en la Roma imperial. Creyendo que su esposo, el emperador Claudio, ha muerto ahogado en un naufragio, la reina Agrippina se apresura a colocar en el trono a Nerón, su hijo.

Una maquinaria de intrigas de la que nadie estará a salvo

Para ello, manipula a Narciso y Pallante, sus dos pretendientes. Cada uno por su lado, ambos deben convencer al pueblo y al Senado de que Nerón es quien debe llenar el vacío de poder dejado por Claudio. Y el proyecto de Agripina está a punto de hacerse realidad cuando, ¡oh sorpresa!, llega un mensajero con la noticia de que el emperador no ha muerto. Efectivamente, en medio del naufragio, ha sido el oficial Otón quien ha salvado la vida del emperador. Pero eso no es todo: el agradecido Claudio ha nombrado a Otón su sucesor. Para complicar aún más las cosas, Claudio, Otón y Nerón están enamorados de Popea, protegida de Agrippina. Todo indica que la reina tendrá que echar a andar una maquinaria de intrigas de la que nadie estará a salvo.

Tres horas de ópera barroca

Así inicia —a grandes rasgos— Agrippina, una de las óperas más exitosas de Georg Friedrich Händel, la cual se proyectó el pasado sábado 29 de febrero, en un Auditorio Nacional con bastante afluencia de público, en vivo desde el Met de Nueva York. Compuesta hace poco más de 300 años, Agrippina parecía desentonar con el resto de óperas seleccionadas en la temporada 2019-2020, casi todas compuestas en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, y con ella el Met jugó una carta arriesgada porque —seamos sinceros— las óperas barrocas suelen resultar bastante difíciles de digerir para el público contemporáneo, tanto por sus considerables duraciones superiores a las 3 horas como por sus intrincadas tramas y sus interminables sucesiones de arias estáticas donde largas frases se repiten una y otra vez.

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Sin embargo, en esta ocasión hubo una estupenda conjunción de aciertos que hizo de este uno de los mejores espectáculos que ha ofrecido el Met en mucho tiempo. Para empezar, en esta producción se rehuyó acartonamientos y solemnidades. Sir David McVicar, a cuyo cargo estuvo la puesta en escena, optó por trasladar de una manera inteligentísima esta historia de conspiraciones políticas de la antigua Roma a nuestros días para mostrar que muy poco ha cambiado en cuanto a luchas por el poder se refiere. De una manera muy fresca y dinámica, la acción ocurre en el espacio de un mausoleo por el que los personajes deambulan usando ropas y lentes de sol contemporáneos, con el celular en la mano para tomarse la infaltable selfie, atendiendo entrevistas de equipos de televisión, caminando por transitadas avenidas con coches y camiones que cruzan por todos lados y hasta asistiendo a una menuda borrachera en un bar donde el pianista fue sustituido por un alocado clavecinista (Bradley Brookshire en un espectacular despliegue de virtuosismo interpretativo), todo dominado por una inmensa escalinata giratoria coronada con un inalcanzable trono en el que todos los personajes, de una u otra manera, intentan sentarse.

También hubo una imaginativa y mordaz recontextualización que dio un nuevo sentido a varios textos de la ópera. Así, por ejemplo, vemos a Nerón esnifando cocaína mientras canta Come nube che fugge dal vento, o escuchamos a Otón cantar Poppea tra i fior riposa mientras observa cómo su amada intenta ocultarse detrás de un jarrón de flores en el bar para luego comentar lo hermosa que se ve dormida cuando ella cae sobre la barra noqueada por el alcohol. A la maestría con que McVicar aborda la obra de Händel se debe aunar, además, la ingeniosa manera con que aborda el hecho de que la música barroca es en esencia bailable, ya sea con el sensual espectáculo dancístico que ofrece la pareja en el bar al ritmo del clavecín, con Nerón bailando burlescamente su ascenso al trono o con Agripina contoneándose encantadoramente al ritmo de la orquesta en cada una de sus apariciones.

El siguiente acierto fue la elección de un elenco de primerísima calidad que acometió sus personajes con singular aplomo. Vestida en todo momento de un negro más oscuro que su alma, el papel de Agripina, la maquiavélica reina que hará (literalmente) todo para salirse con la suya y colocar en el trono a su claramente incompetente y desequilibrado hijo Nerón, corrió a cargo de la superestrella estadounidense Joyce DiDonato. Dueña absoluta del escenario, la mezzosoprano derrochó carisma y cinismo en todo momento e hizo de su Agripina una creación personal inolvidable. Espléndidamente articulado, su vibrante tono descendía con delicadeza a las oscuridades más inquietantes para luego ascender agresivamente a los más prístinos agudos y sorprendernos con verdaderas ráfagas de coloratura, por ejemplo en el aria L’alma mia fra le tempeste. Uno de los momentos más bellos y memorables que nos ofreció la cantante fue cuando interpretó el aria Pensieri, voi mi tormentate, acompañada por la delicada respuesta de un oboe y la pasión refrenada de la orquesta.

El otro personaje importante de esta ópera es Popea, la rival de Agripina y verdadero motor de la trama. Mientras Agripina intenta dominar a todos los hombres a su alrededor, casi todos los hombres intentan dominar a Popea, la cual se ve obligada a dejar de ser una joven pasiva y temerosa (en esta versión una banal fashionista) para convertirse en una feroz intrigante cuyas maquinaciones están a la par que las de la astuta Agripina. De hecho, esta transformación se reflejó simbólicamente en sus cambios de vestuario, que pasó del más puro blanco al gris y finalmente al negro, como anunciando el nacimiento de una nueva Agripina. Y así, al igual que su personaje, la talentosa soprano Brenda Rae —que con este papel debutó en el Met— estuvo a la altura de una gran figura como es Joyce DiDonato. Su disfrutable actuación demostró que tiene un talento cómico natural, y su bella y bien modulada voz resistió sin vacilar las exigencias de nada más y nada menos que nueve arias, cada una más intensa que la anterior, ya que este personaje se convierte prácticamente en principal protagonista de la segunda mitad del segundo acto y gran parte del tercero, pasando con singular desenvoltura de la sencillez interpretativa de Vaghe perle, eletti fiori a la temible complejidad de Se giunge un dì spetato, donde Rae dio rienda suelta a una andanada de la más salvaje coloratura que, nos dio la impresión, recibió más aplausos y ovaciones que la L’alma mia fra le tempeste de DiDonato.

En cuanto a los personajes masculinos (que en esta versión no pasan de ser títeres libidinosos en las manos de las dos temibles protagonistas), el reparto estuvo encabezado por la mezzosoprano Kate Lindsay como el trastornado Nerón, aquí convertido en un adolescente hosco y desgarbado que además de estar lleno de tatuajes y ser adicto a la cocaína tiene una insana fijación por tocarse la entrepierna en todo momento, acosar sexualmente a todo el que se le ponga enfrente (su propia madre incluida) y repartir señas obscenas a diestra y siniestra. Lindsay hizo de la sobreactuación un rasgo de su personaje, con movimientos dignos de una serpiente y una perturbadora expresión de indefinida locura capaz de cortar el aliento al más pintado. Vocalmente dio a su espléndida voz un aura de malicia y crueldad que hasta cuando quería parecer dulce nos ponía los pelos de punta, además de hacer alarde de un vigor físico pocas veces visto en cantantes de ópera porque se la pasó brincando de un lado a otro del escenario haciendo rutinas de gimnasia, arrastrándose por el suelo y hasta se dio el lujo de cantar una parte de Quando invita la donna l’amante apoyándose diagonalmente sobre una sola mano.

En franco contraste con tan depravado personaje se encuentra Otón, el noble militar enfermo de amor por Popea que, al salvar de la muerte al emperador Claudio, se convierte en su heredero, por lo que se vuelve persona non grata para Agripina, quien no duda en manchar el nombre de Otón ante los demás personajes, incluida Popea. Este personaje, tal vez el único que trata de mantener su integridad en medio de una maraña de mentiras, fue interpretado con elegancia y gentileza por el contratenor inglés Iestyn Davies. A pesar del uniforme militar, su apacible apariencia le dio un espléndido toque adicional de indefensión en la dolorosa aria Voi che udite il mio lamento, donde observa con tristeza y desesperanza cómo todo el mundo le da la espalda. También admirable resultó la delicadeza con que interpretó la exquisita Vaghe fonti, che mormorando al calor de sendos “shots” en el bar mientras contemplaba, al otro lado de la barra, a su amada Popea.

Por su parte, el bajo Matthew Rose hizo entrega de un emperador Claudio bonachón, despistado y orgulloso que está más interesado en meterse en la cama de Popea y en jugar golf que en cuidar la sucesión al trono. Rose lució una voz hermosa y bien modulada, además de hacer las delicias del público con un torpe striptease digno de la película El full Monty. Narciso y Pallante, los dos pretendientes que son manipulados por Agripina con vagas promesas de sexo y poder, fueron interpretados —respectivamente— por el contratenor Nicholas Tamagna y el barítono Duncan Rock. Temeroso y apocado, el Narciso de Tamagna arrancó más de una franca carcajada al público con sus grititos y sus gestos de miedo, mientras que uno no sabía si reír o llorar con los desplantes de macho del Pallante de Rock, que se desarmaban ante la más ligera sonrisa de Agripina. Finalmente, el bajo Christian Zaremba interpretó a Lesbo, el asistente de Claudio que, enfundado en impecable traje y con inamovible sonrisa de oreja a oreja, se las arreglaba para aparecer en los peores momentos y con las peores noticias para los demás personajes.

El último acierto de esta producción fue la dirección orquestal de Harry Bicket, quien se puso al frente de los músicos del Met desde el clavecín. El maestro Bicket supo extraer de la camaleónica orquesta del Met toda la riqueza de los detalles sonoros propios de los ensambles barrocos, pero sin hacer a un lado el majestuoso sonido de una orquesta sinfónica, además de que mantuvo el ritmo de esta extensa ópera con una lectura fresca, ágil y vigorosa, elaborando impecables contrastes en los que lo mismo desgranaba las arias rápidas con gracia y estilo (por ejemplo en la aplaudida escena donde Nerón se droga con cocaína) que creaba atmósferas de gran delicadeza para las arias lentas (por ejemplo en los momentos dedicados al amor de Otón y Popea). Perfecto complemento a la propuesta visual de McVicar, la propuesta musical de Bicket fue un barroco de nuestro tiempo, a la vez antiguo y moderno.

Mención aparte merece el telón, que con la única imagen de la famosísima loba capitolina hizo un resumen de la historia del Imperio romano. Al iniciar la ópera, vemos a la loba amamantando a Rómulo y Remo: el Imperio está en su esplendor. Pero conforme las intrigas van cobrando víctimas, la loba aparece con heridas. Al final Nerón sube la escalinata para por fin sentarse en el trono, y los espectadores sabemos que ese es el principio del fin del Imperio romano. La última imagen que vemos es la loba vuelta de cabeza y convertida en un amasijo de carroña. 

Jose Antonio Palafox
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