POR LUIS PÉREZ SANTOJA
Gabriela Ortiz es ya uno de los compositores más significativos de México. Recuerdo el estreno, en 1986, de Patios serenos, tocada por Alberto Cruzprieto en el Foro Internacional de Música Nueva. En la obra se siente la saludable influencia de uno de los maestros de composición de Ortiz: Mario Lavista —los intervalos de quinta, por ejemplo y su desarrollo reposado—, pero ya era la de ella una voz nueva en su espléndido manejo de texturas y color pianístico. Poco después, convirtió Patios serenos en Patios, su primera obra orquestal que, como su antecesora, transmite la serenidad de algunos ambientes arquitectónicos de Luis Barragán.
El punto de referencia de la carrera de Ortiz podría ser el estreno de la ópera Únicamente la verdad, la auténtica historia de Camelia La Tejana (2008) sobre el singular personaje del crimen organizado y la migración ilegal, con un ingenioso libreto de Rubén Ortiz basado en la nota roja impresa y televisiva y el texto del famoso corrido. ¡Una ópera sobre Camelia La Tejana! Y con casi todos los elementos de un género que con esta obra se renueva. A pesar de las alusiones a la música popular, la obra es menos ecléctica que congruente con la trayectoria musical y el lenguaje creativo de la autora y a más de uno sorprenderá ver a los personajes cantando una música con la que no se les asocia.
Pronto encontró Ortiz un camino personal de múltiples cauces: uno de ellos es la música popular y folclórica (la autóctona, con Baalkah; los bailes regionales, con Río de las mariposas; el combativo “canto nuevo” latinoamericano, relacionada por su formación familiar —6 piezas para Violeta—; la salsa y los ritmos caribeños, con Concierto Candela) siempre depurada por su visión de las vanguardias del siglo XX (juegos con la tonalidad; melismas, rítmica irregular y disonantes y polirritmias, uso de nuevos recursos y tímbricas de los instrumentos). La música de Ortiz aborda lo mismo la magia chamánica o los rituales mexicanos con la Muerte (Altar de Muertos) que lugares emblemáticos de una ciudad (Zócalo-Bastilla). Por ello, de una obra a otra, su música transmite un reposo reflexivo o una gran fuerza rítmica.
Acaba de editarse en Estados Unidos el disco unitario Aroma foliado (Cambria Master Recordings), grabado por el extraordinario ensamble Southwest Chamber Music con obras de variada dotación que Gabriela Ortiz compuso entre 1991 y 2010.
Elegía (recientemente nominada al Grammy Latino como mejor obra de música clásica) es tanto una especie de réquiem, con el texto cantado en latín por voces femeninas, como una marcha fúnebre que subyace en una base rítmica que inicia en timbales y bombo, retomada a veces en las sonoridades etéreas del piano, arpa, celesta y otros instrumentos, para ser recuperada por las percusiones y cerrar el círculo con su lúgubre ritmo. Este recurso le da a la obra su razón de ser musical. Contrapunto ineludible, el resto del ensamble elabora un entramado dramático, un lamento evocador que en las voces solistas se convierte, a veces, en un grupo “plañidero” que expresa su inconformidad ante la prematura muerte de un ser querido. Obra entrañable, la más antigua del disco, su impacto perdura.
Aroma foliado, que da título al disco, es una reflexión intelectual sobre la influencia indirecta de Mozart en la compositora y, diría yo, sobre cada compositor. Pero como Ortiz es una compositora del cambio de siglo que nunca ha caído en la obviedad, se trata de una inteligente incorporación de citas de un autor tan reconocible en el tejido de una música aparentemente ajena: que sean perceptibles —de hecho, fungen como puente entre secciones— pero no obvias. Como se trata del género por excelencia de la música de cámara, no extraña la insinuación de un cuarteto de Bartók. Si bien posee una estructura unitaria, la obra evoluciona en varias secciones y hace gala en algunas de la casi genética expresión rítmica de la autora.
Aunque el recurso de la copas de cristal ya fue “robado” magistralmente por el Marsias de Mario Lavista, Ortiz recurre a ella en la más reciente obra del disco, Río Bravo, con la que logra un expectante y funéreo pedal sonoro para poner en música un poema sobre el tema de la desprotección de las mujeres y los feminicidios en el norte del país, en esa frontera-río mortalmente franqueable. Es un acierto que la cante un barítono por la implicación masculina de culpabilidad e indiferencia.
Río de las mariposas evoca el Papaloapan y no podía ser otro el río, aunque el flujo musical, el sonido “acuático” de las arpas y el del steel drum, sugieran un devenir de río, cualquiera, por ahí asoma el inconfundible son veracruzano, constancia de verde y de sabor que huele.
La marimba y el violín también son suficientes para que Gabriela Ortiz le ponga música a un encuentro futbolístico Atlas-Pumas, que no es cualquier cosa. Obra lúdica de origen, tal vez pierda algo en ciertos recursos como el obstinado minimalismo, ya algo trasnochado, del primer tiempo; en el descanso, la tensión expectante por lo que sigue posee mayor inventiva musical en una pieza muy lograda si se extrajera de su contexto. El regreso al partido es más interesante y el motto perpetuo con que se desvanece el partido parece opinar sobre el estado del deporte nacional. Pronto aparecerá en disco Únicamente la verdad, doble gran noticia: por tratarse de una nueva ópera mexicana en discos —acontecimiento inédito desde hace varios—, y por la importancia misma de la ópera de Gabriela Ortiz.
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