Por Francesco Milella
Cantata del Café BWV 211
Estamos en el Café Zimmermann en Leipzig en una tarde cualquiera entre 1734 y 1735 con gente charlando, leyendo periódicos y tomando un poco de café. De repente entra un hombre con voz de tenor el cual con su canto interrumpe las discusiones que en ese momento se escuchaban en el lugar, maravillosas semillas de la futura Ilustración.
Cállense, silencio, dejen de hablar y escuchen lo que aquí se narra. Aquí viene el señor Schlendrian bufando como un oso con su hija Liesgen. Escuchad lo que ocurre con ella.
Todos quedan sorprendidos. No nos es difícil imaginar las caras curiosas y casi paralizadas de la burguesía de Leipzig que cada semana se reunía es ese Café, para conversar sobre temas filosóficos y liberales, y también para escuchar algún buen concierto para clave o violín del principal compositor de la ciudad: Johann Sebastian Bach. Pero en esta ocasión el gran genio de Eisenach les prepara un hermoso juego.
Entra el bajo, Schlendrian, tomando una copa de vino, quejándose de su hija Liesgen (soprano) y de su insana costumbre de tomar demasiado café. Responde la hija, como buena adolescente, “Si no me es permitido tomar tres veces al día mi tacita de café, me encontraré peor que un asado de cabra quemado” ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde estaban el clave y el violín con toda la orquesta de cuerdas? ¿Era eso obra de Bach?
Pues sí, era la “Cantata del Café” BWV 211, una de las obras más curiosas y originales de toda la literatura bachiana. Compuesta entre 1732 y 1735, esta pequeña escena entre padre e hija, presentada por un narrador, es uno de los pocos experimentos teatrales de Bach.
El motor de la escena es la dependencia de la joven Liesgen del café, bebida que entre los siglos XVII y XVIII se había transformado en una verdadera moda llegando a dividir la sociedad entre los modernistas (amantes del café) y los tradicionalistas (amantes del vino y de la buena cerveza alemana). Picander, autor del texto, transforma esta división social y generacional en una simpática discusión entre padre e hija, discusión que – obviamente- gana la viva y astuta Liesgen. Las cosas no han cambiado mucho…
En fin, una pequeña maravilla teatral a la cual Bach se acerca con una inteligencia musical que nunca deja de sorprendernos y aún más en una obra como esta en donde hay que poner en música la discusión entre un padre y una hija, y no el Verbo de Dios y de los evangelios.
La música que acompaña Schlendrian es impresionantemente grotesca y marcial, severa, como si quisiera presentar a un rey testarudo a punto de ser destronizado por una modernidad dominante (quizás a Luis XVI le hubiera auydado un poco escuchar esta cantata, antes de perder la cabeza!) Totalmente diferente es la música que presenta a Liesgen: notas burdamente repetidas parecen entorpecerse con figuras melódicas poco habituales que se alternan a frases suaves y seductoras. En fin, una adolescente rebelde, deseosa de cambiar las cosas y abrirse a las novedades con tierna y desordenada inseguridad.
La cantata se cierra con un trío en donde, junto al narrador, padre e hija se unen para cantar la moraleja a la burguesía europea, convencionalista, que acepta las cosas por como fueron y por como son:
La gata no dejará en paz a los ratones; del mismo modo las muchachas seguirán siempre adictas al café.
Si a la madre le gusta el café y la abuela lo toma con fruición ¿por qué renegar de la hija en idéntica situación?
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