por Francesco Milella
Como todo, también la aventura operística de Georg Friedrich Handel llegó lentamente a su fin. Iniciada gloriosamente durante el viaje a Italia en 1706, después de una larga temporada de gloria e interminables éxitos (1711 – 1725), la trayectoria de la ópera handeliana entró en su última fase entre 1727 y 1728. Durante esos meses la Royal Academy of Music, principal patrocinador del compositor alemán desde su fundación en 1719, entró en un severo momento de crisis económica: los aristócratas que diez años antes se habían reunido para garantizar financiamientos a las actividades musicales de Handel, ya no tenían los recursos necesarios para dar energía a sus dispendiosas óperas. Pero, a pesar de las dificultades, las actividades siguieron adelante: Handel siguió componiendo óperas, entre altas y bajas, hasta el 1741. Poro Re delle Indie, Ezio, Sosarme, Orlando, Berenice, Deidamia son tan solo algunos de los títulos que Handel presentó en el Covent Theatre de Londres en esos años, pero sin alcanzar nunca el éxito de las décadas pasadas.
Los asuntos económicos de la Royal Academy of Music representaban en realidad uno de tantos problemas que Handel enfrentaba en esos años. Mucho más relevante y consistente era la pérdida de interés hacia la ópera italiana por parte del público local. Las reflexiones y las ideas propuestas por los nuevos filósofos ilustrados habían despertado la atención de los ingleses por un nuevo tipo de teatro capaz de involucrar más intensamente a la ciudad. Los ingleses, y con ellos amplios sectores de la cultura europea, pedían ahora un teatro en donde las historias fueran más coherentes con la realidad, un teatro en donde la palabra cantada por los cantantes fuera clara y comprensible, sin abandonarse en abstractos virtuosísmos, en fin, un teatro que fuera capaz de abandonar todos los adornos del teatro barroco para construir una dramaturgia más sensata y racional. Las óperas de Handel representaban todo lo contrario: su belcanto metafísico, sus escenas exóticas llenas de adornos irreales, sus historias enredadas de amores y pasiones entre héroes y figuras mitológicas repesentaban una época a punto de morir: el barroco estaba dejando su lugar a la Ilustración.
Handel, genio de mucha intuición y espíritu práctico, entendió inmediatamente este cambio cultural en la sociedad británica y respondió inmediatamente a las nuevas exigencias de su público. A partir de 1733, mientras sus últimas óperas iban recogiendo aplausos cada vez menos entusiastas, Handel se fue dedicando gradualmente a un género musical de gran tradición, cuyas características coincidían perfectamente con las nuevas necesidades del público ilustrado de Londres: el oratorio.
Durante sus años italianos Handel había compuesto dos oratorios para las cortes de los obispos de Roma, Il trionfo del tempo e del disinganno (1707) y La Resurrezione (1708), estudiando a fondo la tradición oratorial italiana a partir de Giacomo Carissimi (1605-1674). Ahora, a más de mil kilómetros de distancia y casi veinte años después, el composiotr alemán volvía a retomar este género en un contexto totalmente diferente. En Roma, Handel había compuesto oratorios siguiendo la tradición barroca italiana. Se trataba más bien de óperas con temas religiosos, ya que el Papa no permitía la representación de óperas profanas: más allá de la historia, religiosamente respetuosa de la teología católica, el estilo vocal e instrumental, así como sus aparatos escénicos, eran total y magníficamente operísticos para el deleite y el placer de la corte vaticana.
El reto que ahora Handel tenía que enfrentar en Londres era totalmente diferente y, por esto, aún más estimulante: tenía que construir un nuevo género musical que tuviera el encanto y la belleza de las melodías de la ópera sin perder la majestuosidad y coralidad del oratorio sacro. Todo en un espectáculo en idioma inglés y con una estructura teatral sencilla y linear que pudiera cautivar la atención del público ilustrado de la capital británica y, al mismo tiempo, reducir los costos de producción. Sin el sólido apoyo económico con el que había contado hasta ese momento, el compositor alemán ya no podía contar con grandes cantantes, buenos libretos y suntuosas escenas: los recursos eran muy limitados y con ellos tenía que dar lo mejor de sí. Frente a tantas dificultades, su genio reaccionó de forma magistral encontrando un brillante equilibrio entre todos estos elementos y, así, pudo responder a las nuevas exigencias de Londres. Con los oratorios Deborah y Athalia (1733), ambos inspirados en personajes femeninos del Antiguo Testamento, la vida de Handel fue tomando una nueva ruta: abandonó la ópera para abrirse cada vez más generosamente al mundo del oratorio. Solo un compositor como él podía ser capaz de transformar un momento de crisis en un nuevo renacimiento, una nueva, luminosa y triunfante etapa de su vida.
Athalia:
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