Demasiado escándalo: el Mandarín de Bartók

Pocos compositores creyeron tan ciega y obstinadamente como Béla Bartók en su Mandarín Maravilloso

Por Francesco Milella Última Modificación agosto 8, 2022

Pocos compositores creyeron tan ciega y obstinadamente como Béla Bartók en su Mandarín Maravilloso: su estreno fue escandaloso pero la reacción de su compositor fue rápida y eficaz para salvar su obra del olvido y mantener intacto su proyecto musical. 

Una mirada distinta.

Un posible camino alternativo, entre muchos, para contar la historia de la música fuera de las rutas tradicionales podría centrarse en la figura del compositor y su relación personal con su obra. Esta perspectiva insólita probablemente nos ayudaría a entender de qué manera y por cuales razones, a lo largo de los siglos, generaciones de compositores defendieron hasta la muerte el resultado de su genio o, al contrario, lo abandonaron a su destino de olvido sin mucho rencor. La relación, obviamente, no era solo un asunto personal sino también el resultado de específicas circunstancias sociales y culturales. Los grandes operistas del siglo XVIII como Handel, Vivaldi o Pergolesi sabían muy bien que sus obras iban a desvanecer en la voraz máquina productiva del teatro barroco a los pocos meses de su estreno: eran parte de un sistema productivo que desconocía la idea de genio creativo (pero no performativo: ¡el castrato Farinelli era un dios!) y requería la producción en serie de música de la cual los compositores se separaban sin mucha nostalgia. Al contrario, en el romanticismo del siglo XIX (aunque ya el mismo Mozart había anticipado algunas dinámicas en el siglo anterior), el compositor impone su creación ante la masa, compone para sí mismo y defiende su obra a toda costa como resultado único e irrepetible de su genio musical en una celebración obsesiva de la autenticidad. La crítica del público acaso impone cambios y ajustes, pero nunca el olvido. Con el nacimiento del historicismo y la consciencia del pasado, el arte del siglo XIX llega para quedarse. Así fue con Beethoven y las tres versiones de Fidelio, con Bruckner y sus sinfonías o, incluso con Verdi y su Traviata. Pero ¿qué sucede con el siglo XX? 

Una pantomima revolucionaria.

Una posible respuesta la podemos encontrar en el complejo proceso de composición de uno de los grandes – aunque poco conocidos – pilares de la música del siglo XX: El Mandarín Milagroso del compositor húngaro Béla Bartók (1881 – 1945). La historia comienza en octubre de 1918 cuando la curiosidad voraz de Bartók, casi al ápice de su carrera musical, se cruza con el nuevo texto A csodálatos mandarin (traducido como El Mandarín maravilloso) del dramaturgo hungáro Melchior Lengyel (1880-1974). Bartók queda fascinado por la historia y decide ponerla en música. Su proyecto es ambicioso y revolucionario: Bartók no quiere realizar un ballet, ni mucho menos una ópera, ambos géneros que había experimentado respectivamente con su Príncipe de madera (1916) y El castillo del príncipe Barbazul (1911). Ahora Bartók tiene pensado traducir la narración de Lengyel en una pantomima, es decir: una acción escénica muda en donde gestos estilizados e imágenes amplifican y ejemplifican el significado de la música. 

En un principio todo parece fluir sin problemas, por lo menos hasta el 1919 cuando, al terminar la Primera Guerra Mundial, la inestabilidad y el duro aislamiento de Hungría impuesto por la regencia militar de Miklós Horthy interrumpen la creatividad de Bartók. Solo en 1923 el compositor húngaro logra retomar la partitura y preparar el estreno de su pantomima en Colonia, Alemania, el 27 de noviembre de 1926. El escándalo es total: Konrad Adenauer, alcalde de la ciudad y futuro canciller de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, impide cualquier tipo de representación de la obra. La Iglesia define la obra inmoral. En 1931, la ciudad de Budapest, que había aceptado representar la obra, cancela el estreno tras el primer día de ensayos. Solo el público italiano logrará conocer una versión coreográfica – espectacular, según las crónicas de la época – de Aurelio Milloss presentada en La Scala de Milán en 1942. 

Instintos sexuales, sonidos bárbaros. 

‘No es posible – fue el desahogo de Bartók a los pocos días del estreno – ¿el ser humano no puede soportar la verdad? ¡Pero todo es parte de la naturaleza! Lo que nos les gusta es mi música.’ Bartók había compuesto una música bárbara, siniestra y sensual al mismo tiempo, esquizofrénica y horrorífica, poderosamente expresiva: un lenguaje genial y revolucionario que representa una humanidad degradante y cómicamente trágica en donde la tensión constante entre amor y muerte cobra vida a través de la fuerza violenta y primordial del instinto sexual. El problema, sin embargo, no radicaba en la música sino en la historia y su representación pantomímica, de la cual, desafortunadamente, nada sabemos. En la periferia de una metrópoli, tres delincuentes obligan a una joven a atraer los pasantes para estafarlos. Entre ellos aparece un misterioso extranjero, un rico mandarín chino que termina enamorándose perdidamente de la joven. Nada parece superar su pasión por ella mientras que los delincuentes lo apuñalan, lo torturan, lo sofocan y lo ahorcan. Finalmente, los tres hombres sueltan su cuerpo vivo de la cuerda mientras que la joven lo acude entre sus brazos. Solo en ese momento el mandarín logra morir definitivamente.

Demasiado para el público de la época. Bartók pensó inmediatamente en una alternativa: un doloroso compromiso para no dejar que el moralismo, la censura y, finalmente, el olvido, acabaran con su obra. Desde un principio había pensado adaptar su pantomima a una suite sinfónica: un proyecto que el fracaso de su estreno volvió necesario. Bartók eliminó un tercio de la partitura cortando la narración antes de la apoteosis final del mandarín entre los brazos de la joven y sustituyendola con una frase final de catorce batutas; eliminó el coro final. Afortunadamente, mantuvo intacto el orgánico instrumental y, por lo tanto, el clima sonoro transgresivo e invasivo de la versión original, desde el siniestro y suave clarinete hasta la pomposidad paródica de los trombones. Bartók entregó la nueva versión al director Ernö von Dohnànyi para su estreno en 1927 en la versión que hoy todos conocemos: la suite sinfónica El Mandarín Milagroso

Obra y compositor en el siglo XX. 

El caso de Bartók y su Mandarín Milagroso ejemplifica de manera paradigmática y definitiva un cambio que ya obras como la Sacre de Stravinsky o la Salome de Strauss habían comenzado a relevar a principios del Novecientos. Ese vínculo profundo que el siglo XIX había inaugurado entre genio y creación auténtica e individual permanece para exasperarse de manera radical. Al cambiar los contextos sociales y políticos – Freud, la Primera Guerra Mundial, el colapso de los grandes imperios – cambia también el lenguaje cultural. En su proceso mimético con la realidad, la música, como la pintura y la literatura, busca caminos más expresivos, crudos y ásperos: componer y tocar se transforma a menudo en un proceso para escandalizar al público, ponerlo frente a una nueva realidad sin filtros y sacudir su conciencia más profunda, sus miedos y pulsiones más escondidas. La obra musical exaspera así su unicidad no sólo como resultado de un genio individual y creativo, sino también como episodio irrepetible, traumatizante y revelador, catártico y transgresivo. Compositores como Bartók, Stravinski o Strauss se convencen aún más intensamente de la fuerza revolucionaria y escandalosa de sus ideas musicales, de la necesidad de sus decisiones, de la intuición y actualidad de su creación, y se transforman en mensajeros de traumas sociales. 

Fuente: Francesco Milella para Música en México

Francesco Milella
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