Por Francesco Milella
La transición del barroco al clasicismo dejó muy pronto de ser un fenómeno puramente europeo: en breve tiempo, la cultura ilustrada de París, Londres y Nápoles se movió rápidamente hacia algunas ciudades del continente americano encontrando en ellas un terreno suficientemente fértil y dinámico para generar nuevos fenómenos políticos y culturales.
Mucho se ha escrito sobre las influencias políticas de la Ilustración europea y el papel que tuvo en las dos principales revoluciones americanas del siglo XVIII (la independencia de los Estados Unidos en 1776 y de Haití en 1791). Menos conocido -por lo menos fuera de contextos académicos- es el diálogo euroamericano que se desarrolló alrededor de la literatura, el arte y, desde luego, la música, a partir de las décadas centrales del siglo XVIII.
En la América española, las actividades culturales tuvieron un peso determinante en la definición social, económica y política de la Colonia (en Estados Unidos la cultura tuvo un peso marginal: Inglaterra fomentó con menor interés el desarrollo cultural de las colonias americanas). Con la llegada de los Borbón en 1713, España cambió radicalmente sus políticas coloniales para transformarlas en un elemento activo en las dinámicas imperiales, ya no como tesoro que había que aprovechar y vaciar para enriquecer la madre patria, sino como espacio de desarrollo y crecimiento productivo.
La Ilustración fue un instrumento clave para la administración española: ésta representó el nuevo modelo para actuar transformaciones políticas, sociales y culturales, y para mover las colonias americanas de la periferia geográfica al centro del imperio borbón. según Enrique Florescano, fue ese el momento en el que la Nueva España tocó con mano su ser colonia subordinada a España. Sin embargo, el poder imperial de Madrid estaba plenamente consciente del riesgo que podía representar la difusión de esta cultura a nivel político y económico como elemento desestabilizador del orden social y administrativo de las colonias. Por esta razón, las ideas ilustradas llegaron a las colonias americanas de forma controlada: el contacto entre las colonias y la Ilustración europea fue (casi) siempre indirecto, filtrado por la Corona española.
Como todos los lenguajes artísticos coloniales de esa época (el teatro y la arquitectura representan un ejemplo paradigmático del filtro ibérico en la difusión de la Ilustración en Nueva España), también la música vivió la transición del barroco al clasicismo ilustrado bajo el control de la madre patria. La trayectoria musical de Ignazio Gerusalemme, protagonista de la vida musical mexicana de estos años, es ejemplar. Gerusalemme, mejor conocido como Ignacio de Jerusalém, había nacido en Lecce, Italia, en 1707. Comenzó sus estudios en Nápoles para luego moverse hacia España y radicar en Cádiz (1732). En 1742 llega a la Ciudad de México donde, en 1750, es nombrado Maestro de Capilla de la Catedral Metropolitana hasta el año de su muerte en 1769.
Jerusalém representaba lo que la nueva administración ilustrada de la Colonia necesitaba: apertura, modernidad italiana, nuevo gusto musical galante, internacionalidad y prestigio, y, al mismo tiempo, control, tradición española y continuidad cultural. Jerusalém era italiano: había sido educado en la escuela napolitana. Ahí conoció y sintió tanto el aire belcantista de Pergolesi como el gusto eclesiástico de Francesco Durante. Pero su identidad ya no pertenecía ni al uno ni al otro. Ya no buscaba un universo barroco, así como aprendimos a conocerlo, sino un estilo galante.
Durante sus años españoles Jerusalém alcanzó a tocar con mano las nuevas modas europeas, seguramente a través de las sonatas madrileñas de Domenico Scarlatti y, probablemente, también a través de las sonatas de Galuppi, Paradisi y otros compositores de la época. Cuando Jerusalém llegó a México en 1742 su música ya estaba plenamente colocada en un horizonte cultural nuevo cuyo objetivo era la simplificación del lenguaje barroco, una mayor claridad de la forma y una más consciente racionalidad del significado.
Jerusalém opera en un marco social y cultural tradicional donde la Catedral sigue teniendo un papel central y autoritario, y la alta burguesía local no es todavía autónoma y proactiva como lo sería décadas después, y como ya lo era en muchas ciudades de la Europa liberal (Francia, Inglaterra e Italia). Es interesante notar, por ejemplo, que sus sinfonías han sido conservadas en recintos religiosos y no en espacios burgueses o aristocráticos como suele pasar en Europa.
Sin embargo, a pesar del contexto, la llegada de Jerusalém a México marca un cambio importante en la vida musical local y, por consiguiente, en la cultura en general. La tradición barroca que Manuel de Sumaya había dejado en herencia tras su muerte en 1755, desaparece paulatinamente para dejar espacio a la nueva moda musical, más acorde no solamente a la voluntad de las autoridades (incluso las religiosas), sino también de la alta sociedad, cada vez más fascinada con la nueva moda europea. Son los años en que México, como consecuencia de la revolución cultural de los Borbón, descubre lentamente el paseo, el café, el periódico, la charla intelectual y el chisme amable.
La música de Jerusalém entra a formar parte de esta nueva cultura colonial urbana, se apodera de sus significados y alimenta sus transformaciones. México siente un aire nuevo. Su sociedad comienza a tocar con mano su fuerza cultural y mira a Europa de manera más directa para compararse con ella y demostrar su autonomía.
Sinfonía en Sol Mayor
Rompa la esfera
Quem terra, pondus
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