por Francesco Milella
No es difícil encontrar, a lo largo de la historia, momentos particularmente propicios para las artes: fases, a veces ciclos, en que afortunadas combinaciones de elementos políticos, económicos y sociales lograron crear las condiciones perfectas para un fértil desarrollo de la cultura. Podríamos citar muchos ejemplos: Florencia en el Renacimiento, Atenas en el siglo V a. C., Viena en la última mitad del siglo XVIII o incluso Paris durante el Segundo Imperio. Aun así, continuando idealmente nuestra lista, terminaríamos olvidando uno de los casos más sorprendentes e interesantes que nuestra historia nos ha regalado: el Renacimiento flamenco, es decir, ese micromundo cultural que, a partir del 1430 hasta mediados del siglo siguiente, se fue desarrollando entre París, Flandes, Holanda, Luxemburgo y el norte de Alemania.
Después de haber permanecido contenidas durante siglos en la provincia de Europa, a partir de 1384, estas regiones formaron parte del poderoso Ducado de Borgoña: bajo la autoridad de reyes hábiles y sabios como Felipe II y Felipe III, las regiones flamencas entraron en un sistema económico y político privilegiado que dialogaba contemporáneamente tanto con el mundo mediterráneo como con el alemán y escandinavo. La libertad política que los duques de Borgoña habían concedido a estas regiones les fue dando la posibilidad de desarrollar y perfeccionar sus propias actividades comerciales. En breve tiempo las regiones flamencas se transformaron en uno de los centros comerciales más importantes de toda Europa. Sorprendentemente, su índole práctica y mercantilista no afectó mínimamente su mundo espiritual. Al contrario: a partir del Cisma de Occidente, iniciado en 1419 con el regreso de la corte papal de Aviñon a Roma y la consecuente división entre Iglesia Romana e Inglesa Aviñonesa, las regiones flamencas fueron desarrollando una fe íntima y discreta, de la cual, dos siglos después, surgiría la reforma calvinista.
Una fe refinada y totalmente entregada a la intimidad y el silencio por un lado, una mente práctica y abierta a las novedades de la época, por el otro: el resultado de esta suma de elementos fue extraordinario no solamente en términos artísticos sino también musicales. Junto a las finísimas pinturas de Jan van Eyck, Robert Campin, Hugo van der Goes y Rogier van der Weyden, las regiones flamencas fueron perfeccionando un nuevo lenguaje musical que pronto terminaría por revolucionar el universo musical europeo. Primeros protagonistas de esta nueva etapa de nuestra historia musical fueron el flamenco Johannes Ockeghem (1410–1497), el alemán Johannes Regis (1435–1496) y el francés Johannes Tinctoris (1435–1511), fundadores de una numerosa generación de compositores que en Josquin Després (1450– 1521) y Orlande de Lassus (1530–1594) encontraría sus más nobles representantes.
Manteniendo los elementos fundamentales de la tradición medieval (el cantus firmus siguió siendo el punto de partida de cualquier composición vocal), la música de la escuela franco-flamenca se fue transformando desde sus inicios en un lenguaje elaborado y técnicamente perfecto. La palabra clave para entender la importancia de las novedades aportadas por esta nueva tradición es artificium, pero no en el significado despreciativo de “artificial”, sino en el de habilidad, maestría, capacidad técnica, conocimiento total de un arte y de sus secretos. En efecto, los compositores que hoy identificamos bajo el término “polifonía flamenca” se caracterizan por un extraordinario uso del virtuosismo polifónico, las composiciones vocales son estructuras majestuosas sustentadas por puras leyes retóricas y matemáticas: la música se trasforma en un juego de proporciones matemáticas y geométricas. Y no podía ser de otra forma: el modelo de las primeras generaciones de compositores flamencos (1420–1460) fue nada más y nada menos que John Dunstable (1390-1453), músico, pero también astrólogo y matemático.
A partir de la contenance anglaise, término que indicaba el gusto discreto y amable de la música británica de los siglos XIV y XV, y de la cual Dunstable fue uno de los máximos representantes, la música flamenca fue desarrollando un lenguaje propio: abandonando el estilo típico del Ars Antiqua y del Ars Nova (por ejemplo, la sucesión de cuartas, quintas y octavas) fue construyendo un universo sonoro delicadísimo y perfecto sustentado por el dominio de la tríada (sucesión de tres notas para formar un acorde tonal), el elemento armónico en absoluto más agradable para nuestro oído. Esta atención formal generó inmediatamente una renovación de las formas musicales hasta ese entonces conocidas: el motete, la chanson y la misa, entre otras, se transformaron en un terreno de experimentación e invención musical a través de nuevas técnicas compositivas como la imitación (el canon moderno) y la parodia (composición, casi siempre de una misa, a partir de un solo tema).
Con la polifonía flamenca la larga fase de transición de la Edad Media al Renacimiento (1350–1430) llega a su fin abriendo las puertas a una nueva etapa histórica: la música entra finalmente a formar parte de la gran revolución que el universo renacentista europeo estaba construyendo en esos mismos años con el arte, la filosofía y la literatura: la transformación del mundo de lo espiritual a lo humano. El hombre descubre la fuerza y la belleza de su ingenio, de su artificium, y en él confía para construir un entorno a su medida. La música deja de ser (solamente) un lenguaje de exaltación de lo divino para aceptar su naturaleza terrena: la música ahora puede ser una forma de entretenimiento para el deleite del hombre, su oído, su sensibilidad y su genio.
El modelo: John Dunstable – Salve scema sanctitatis
Johannes Ockeghem – Missa Prolationum
Johannes Tinctoris – Chansons
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