La música tradicional de Sonora

Las culturas del desierto poseían su propia tradición musical, formada sobre todo por cantos y danzas de carácter ritual en los que se daba un particular significado animista a los sonidos de la naturaleza.

Por Música en México Última Modificación abril 2, 2022

Antes de la llegada de los españoles, el territorio de lo que hoy es el estado de Sonora fue habitado, entre otros grupos étnicos indígenas, por apaches, mayos, pápagos, guarijíos, pimas, ópatas, yaquis, seris, tepehuanes y yumas. Cada uno de estos grupos —conocidos en conjunto como culturas del desierto— poseía su propia tradición musical, formada sobre todo por cantos y danzas de carácter ritual en los que se daba un particular significado animista a los sonidos de la naturaleza. Con la llegada de los misioneros jesuitas a inicios del siglo XVII, la compleja concepción cosmogónica propia de estos pueblos dio paso al sincretismo. Por otro lado, la expansión urbana —que llevó consigo la creación de puertos y la transformación de vastas zonas del estado en centros de explotación agrícola y minera— obligó a los pueblos indígenas originalmente asentados en esta zona a migrar y, en el peor de los caso, provocó su desaparición. Actualmente, en Sonora queda únicamente la presencia de indígenas seris (también llamados konkaak o comca’ac), pimas (akimel o’odham), cucapá, ópatas (tehuimas o tegüimas), mayos (yoremes), guarijíos (macurawe), kikapú, yaquis, pápagos (tohono o’odham) y, en la parte de la Sierra Madre Occidental que atraviesa el suroeste del estado, tarahumaras (rarámuri).

Aunque la mayoría de sus instrumentos tradicionales se encuentran en desuso, los seris son uno de los pueblos que han conservado prácticamente intacta su música autóctona. Cuentan con un amplio abanico de canciones que son interpretadas en distintos festejos, por ejemplo cuando da inicio un nuevo año o cuando algún miembro de la comunidad pasa de la niñez a la juventud. Los cantos seris se dividen en varios tipos: los hoy prácticamente extintos icóosyat (cantos de gigantes), que narran la vida y hechos de los gigantes que poblaron el desierto antes de la llegada del pueblo seri; los iquimóoni (cantos de victoria), que se entonaban para evitar que los espíritus de los enemigos muertos persiguieran a los guerreros triunfantes; los xepe an cöicoos y hehe an cöicoos (cantos sobre la naturaleza del mar y el desierto), que proporcionan a su poseedor un poder particular según el rito al que se haya sometido para obtenerlo, con lo que —por ejemplo— un canto de tiburones provee fiereza al cantor, mientras que un canto de tortugas le da buena suerte en la pesca, o un canto de ballenas le suministra resistencia al trabajo pesado; los cmaam cöicoos (cantos para el amor de una mujer), que son canciones de cortejo amoroso; los icocóxca (cantos de cuna), que las madres y abuelas seris han cantado a sus niños por generaciones; los icóos icóit (cantos de pascolas), que se interpretan en todo tipo de fiestas y son por ello sus cantos más conocidos, aunque en realidad los menos representativos de su cultura puesto que se trata de una apropiación de las tradiciones yaquis; los icóoha (cantos de duelo), que son melodías tristes y emotivas interpretadas durante las ceremonias fúnebres, y los hacátol cöicoos (cantos con peligro o cantos de chamanes), que no son exactamente cantos sino la voz de los espíritus que se manifiesta a través del haaco cama (el iniciado), quien debe someterse a un ritual de búsqueda de poder para que el canto le sea revelado en sueños por las fuerzas del más allá. La primera frase del hacátol cöicoo es la más importante, puesto que se trata de la llave que establece el vínculo directo con el mundo ultraterreno. Una vez que el haaco cama obtiene el canto, se convierte en depositario del poder de los espíritus y en la única persona que puede interpretarlo. Es hasta la muerte del haaco cama que el hacátol cöicoo pierde su fuerza sobrenatural y puede ser integrado sin peligro al repertorio de cantos del pueblo.

Cantos seris

Además de estos cantos, los seris poseen bailes tradicionales como la Danza del vino, la Danza del pez (que se interpreta con una especie de violín en forma de cajón alargado y con una sola cuerda), la Danza de la victoria y la Danza de las doncellas, aunque quizá los más importantes sean la Danza de la caguama (parte de una compleja ceremonia con que celebran su año nuevo y que incluye la pesca y sacrificio de una tortuga caguama, animal que —según su cosmogonía— dio origen a la Tierra y provee de alimento al hombre. Aunque actualmente se baila sobre una tarima de madera, hasta hace unos años esta danza era ejecutada sobre el caparazón de la tortuga sacrificada, con el danzante apoyándose en un bastón adornado con listones de colores), la Danza de los pascolas y la Danza del venado. Parte importante de la Danza de los pascolas en la versión seri son los fiesteros, miembros de la comunidad que han recibido el encargo de organizar la celebración. Estos personajes llegan al lugar del baile guiando con una vara al venado y a los pascolas (quienes llevan en la mano derecha una sonaja de hojalata llamada ziix haqueenla, y sobre el rostro sus inconfundibles máscaras de madera con largas barbas y cejas elaboradas con crines de caballo). Los fiesteros narran historias míticas del pueblo seri mientras un arpista interpreta una serie de melodías sin canto llamadas ca’anariam. Una vez finalizados los ca’anariam, los pascolas inician su danza, en la que hay dos momentos claramente definidos: uno en el que son acompañados con música de flauta y tambor, y otro en el que bailan al ritmo de un arpa y dos violines. Al terminar la Danza de los pascolas inicia la Danza del venado, interpretada por un solo bailarín que lleva en las manos dos sonajas y porta sobre su cabeza una especie de turbante blanco que le cubre en parte los ojos y sobre el que se coloca una cabeza de venado disecada. El danzante imita los gráciles e inquietos movimientos de un venado, acompañado por un par de raspadores de madera llamados hirúkiam y un baa-wéhai, que es un tambor de agua que simula los latidos del corazón del animal. Cuando concluye la Danza del venado vuelve a iniciar la Danza de los pascolas, pero ahora estos llevan la máscara colocada en la nuca (cuando el pascola lleva el rostro cubierto es porque está encarnando a los animales del monte, mientras que cuando lo lleva descubierto es porque encarna al cazador). El ciclo se repite incesantemente hasta la mañana o mediodía siguiente, siendo los distintos sones interpretados y la cambiante afinación de los instrumentos lo único que distingue cada etapa de este extenso ritual.

Danza tradicional seri

También en el repertorio tradicional de los indígenas pimas se encuentran la Danza de los pascolas y la Danza del venado, así como la Danza de los matachines, que se bailan en el transcurso del yúmare (también escrito como yumari o yumali), una ceremonia de petición y agradecimiento dedicada al espíritu del maíz. Sin embargo, la danza más importante de esta ceremonia que dura tres días consecutivos es interpretada exclusivamente por mujeres, las cuales se colocan en una sola fila y se toman de las manos para bailar frente a un altar elaborado con un arco de flores blancas y en el que hay una cruz de madera. Sentados en una banca se encuentran tres cantores, cada uno de los cuales lleva en la mano derecha una sonaja con la que marca el ritmo de sus cantos, que describen a los animales del bosque. Mientras tanto, las mujeres van adoptando los movimientos y actitudes de los animales descritos por los cantores. Así, por ejemplo, cuando estos describen al zopilote, ellas toman las puntas de sus vestidos y agitan los brazos como si estuvieran volando. Cuando se describe a la grulla, las mujeres se acercan a los demás asistentes para darles golpecitos con las puntas de sus dedos unidas como si fueran el puntiagudo pico de esta ave, y cuando el descrito es el jabalí, se acercan a las personas encargadas de preparar la comida que se repartirá al final de la ceremonia, con la intención de robarles todos los alimentos que puedan. 

Por su parte, el pueblo cucapá no suele realizar demostraciones rituales de manera pública, y lo único que se sabe es que sus danzas tradicionales giran en torno al ciclo de la vida. Sin embargo, año con año, el primer domingo de marzo, las tres naciones cucapá —provenientes de Somerton (Arizona), El Mayor (Baja California) y Pozas de Arvizu (Sonora)— se reúnen para convivir en un festejo que dura dos o tres días y en el que, ataviados con sus trajes típicos, interpretan cantos que han pasado de generación en generación mientras un grupo de mujeres de todas las edades se coloca en fila horizontal y se entrelaza hombro con hombro para bailar dando pasos hacia adelante y hacia atrás (kuñmi), dando dos pasos hacia adelante y descansando alternadamente en uno u otro pie (jmsir), dando saltitos (xacualmech) o balanceando el cuerpo hacia uno u otro lado y dando vueltas (numuth). Los cantos se llaman kuri kuri y giran en torno a la naturaleza y los animales. Son interpretados por un cantor que emite gritos espontáneamente y hace uso de tensión y pulsación vocal con acompañamiento de distintas sonajas de calabaza, las cuales emiten un sonido más grave o más agudo según la cantidad y el tamaño de las piedras y semillas que se coloquen en su interior.

Canto y danza cucapá

Organizados en pequeños grupos asentados en distintas zonas de las montañas de Sonora y el noroeste de Chihuahua, los indígenas ópatas realizan cada 4 de septiembre un festejo en honor a Santa Rosalía en el que se interpreta una curiosa variante de la Danza de los matachines que muy poco se asemeja a las bailadas tradicionalmente por otros pueblos, ya que no solo amalgama elementos de otras danzas sino que está organizada, dirigida y protagonizada exclusivamente por las mujeres de la comunidad, que para ello se dividen en cuatro grupos: capitanas, mayores, jóvenes y niñas. Las capitanas son la máxima autoridad del baile y, por lo tanto, responsables de la organización de todo el festejo. Cada año se seleccionan cuatro capitanas, quienes durante la celebración visten un hábito de color café ceñido a la cintura con un cordón franciscano y llevan consigo dos banderas, una de color rojo con una cruz blanca y otra de color blanco con una cruz roja, además de dos cajas de cartón adornadas de igual forma y en las que se colocan cirios encendidos. Una vez terminada la misa, las capitanas guían a las danzantes a la explanada y se colocan al lado de las puertas de la iglesia para dirigir la interpretación del baile. Por su parte, las mayores usan los coloridos vestidos típicos de la región, adornados con bordados de motivos florales, y llevan en la mano un guaje, también adornado con flores. Las mayores son el único grupo que danza en el interior de la iglesia, organizándose en forma de cruz a lo largo y ancho del templo. En la explanada, las jóvenes se colocan alrededor de un mástil del que cuelgan varios listones rojos (que representan lo malo e impuro) y blancos (que representan la pureza y la bondad). Adornando sus vestidos con tres vueltas de listón dorado y su cabeza con un pequeño tocado de flores, las jóvenes van descalzas y portan en la mano derecha su respectivo guaje con adornos florales. Con la mano izquierda toman un listón según el color del ropaje que vistan y, al ritmo de sones interpretados con flauta y violín, empiezan a dar vueltas alrededor del mástil: las jóvenes con listones rojos danzan hacia la izquierda, y las que tiene listones blancos danzan hacia la derecha. Cuando se encuentran de frente, pasan una por arriba y la otra por debajo del listón de su compañera, y así sucesivamente hasta que la música termina y todos los listones han quedado trenzados. Luego, repiten el baile en dirección contraria para desenredarlos. Por su parte, las niñas forman un círculo y van danzando bajo la guía de una de las capitanas, que con ello las instruye para continuar la tradición. Las niñas usan vestidos sencillos de un solo color con discretos adornos florales y llevan el cabello recogido en un moño y adornado con una flor. En la mano derecha portan un guaje lleno de semillas y adornado con papeles de colores en forma de flores.

Otros bailes tradicionales de los ópatas son la Danza de Moctezuma, que se baila en Semana Santa; la Danza toopptu, en la que los participantes imitan los movimientos de diversos animales; la Danza de marachis, que cumple la función de ceremonia matrimonial y fue considerada como obscena por los evangelizadores novohispanos, ya que en ella se forman una fila de hombres y otra de mujeres para que luego los varones emprendan veloz carrera con el objetivo de tocar el seno izquierdo de las muchachas que serán sus esposas; la Danza daguimaca, cuya finalidad es hacer pública una amistad, por lo que el baile consiste en un intercambio de regalos y abrazos entre los participantes; la Danza maso-dahui, versión ópata de la Danza del venado; la Danza torom-ra-qui, con la que piden lluvias para asegurar una cosecha abundante y en la que participa todo el pueblo, que llena el suelo de la plaza con semillas, ramas de árboles, pezuñas de animales, caracoles y otros objetos antes de que, desde cuatro chozas que se han erigido en los ángulos de la plaza, salgan por turnos los danzantes, aullando y gritando, para bailar —con suplicantes gemidos y al ritmo de huesos y sonajas— encima de los objetos esparcidos en el suelo, y la Danza parosi, en la que las mujeres mayores (sihuatas) forman un amplio círculo y tararean la melodía del baile, marcando el ritmo con palmadas e instrumentos de percusión. Después de un momento aparece la parosi (liebre), perseguida por un “coyote”. Cuando la liebre entra al círculo formado por las sihuatas, este se cierra para permitirle iniciar a solas una agotadora danza en la que salta, se mueve nerviosamente de un lado a otro e incluso se restriega los ojos y la nariz con las manos, como una liebre verdadera. Cuando la parosi termina su danza, el círculo se abre para permitir la entrada del “coyote” quien, cansado y jadeante de dar vueltas afuera, es atacado por todos los espectadores, que le arrojan una lluvia de calabacillas secas.

Establecidos en los municipios de Álamos, Navojoa, Huatabampo, Etchojoa y Benito Juárez, los indígenas mayos cuentan entre sus tradiciones con la Danza del venado, la Danza de los pascolas, la Danza de los matachines —en la que, al ritmo de dos violines y una guitarra, los danzantes bailan sones de carácter religioso (Alabanza del persignado, Alabanza de la Santísima Trinidad, Son a San Francisco, Son a la Virgen María, Son al Espíritu Santo) y sones de carácter festivo (El gorrión, El pavo, El huitlacoche, El pato, El chanate, Los enanos) mientras ejemplifican la lucha entre moros y cristianos y el triunfo de estos últimos— y la Danza de Sanjuaneros —baile propiciatorio de lluvias y buena cosecha, muy raro de ver fuera de Navojoa, en el que la música (interpretada con violines, tambores y campanas) es un elemento predominante, ya que los sonidos producidos deben trascender el espacio físico donde se interpreta el baile y llegar lo más lejos posible—.

Danza de los matachines en Navojoa

Por su parte, el pueblo guarijío celebra dos fiestas tradicionales en las que se fusionan elementos prehispánicos con otros de origen cristiano: la tuburada y la cavapizca. Ambas se realizan de manera anual con la participación de toda la comunidad  y generalmente tienen una duración de más de treinta horas ininterrumpidas. La cavapizca se realiza para agradecer las buenas cosechas, mientras que en la tuburada se agradece la creación del sol, la luna, las estrellas, la naturaleza y los animales, así como la persistencia de la vida después del diluvio universal. Dentro de estas celebraciones se baila la Danza del tuburi, en la que las mujeres y las niñas del pueblo se toman de las manos y forman un círculo, balanceándose hacia adelante y hacia atrás mientras hacen una especie de fuerte zapateado para apisonar la tierra, como hizo Dios después del diluvio. Las acompaña un wikatame, que es la persona encargada de narrar los mitos y entonar —al ritmo de una isawira (sonaja)— los distintos cantos que acompañan el baile de las mujeres. Dada la duración de estas ceremonias, puede haber hasta tres  wikatame que se alternan para cantar.  A su vez, los varones bailan la Danza de los pascolas con acompañamiento de violín y arpa.

Habitantes de reservas en Oklahoma, Texas y Kansas, así como de localidades en los municipios de Melchor Múzquiz (Coahuila) y Bacerac (Sonora), los kikapú son un pueblo indígena muy celoso de sus creencias y tradiciones. Es por ello que tenemos descripciones muy magras de sus danzas rituales, entre las que se encuentran la Danza de la ceremonia de difuntos —en la que los sacerdotes y los músicos se sientan en semicírculo delante de la casa del fallecido. Los músicos empiezan a tocar sus tambores con un ritmo monótono, mientras frente a ellos se colocan dos filas de hombres. En medio de las filas se enciende una fogata, y a un costado se forman dos filas de mujeres. Los hombres dan vueltas y lanzan gritos de guerra, formando un círculo alrededor del fuego a la par que el sacerdote supremo envía bendiciones a los cuatro puntos cardinales y los demás sacerdotes entonan cantos y rezos mientras continúa el incesante sonido de los tambores—, la vigorosa Danza del paso del águila —que se baila con acompañamiento de un teponaztli para celebrar una cacería exitosa o la buena resolución de algún conflicto—  y otros bailes que se interpretan al son de un tambor y una flauta y que están relacionados con los animales, la naturaleza y el ciclo de la vida, como la Danza del oso, la Danza del coyote y la Danza de la siembra —en la que los hombres bailan en honor al abuelo Sol y las mujeres en honor a la abuela Luna—.

Danza kikapú

A su vez, en los festejos religiosos del pueblo yaqui se encuentran la Danza de los pascolas y la Danza del venado, que siempre se interpretan juntas. Con ellas piden a la naturaleza una buena temporada de lluvias y el florecimiento del juya ania (el mundo del monte). En la variante yaqui, los pascolas empuñan en la mano derecha una sonaja rectangular llamada sena’aso, que se golpea rítmicamente en la palma de la mano izquierda. También llevan un cinturón con doce cascabeles (que representan a los doce apóstoles), tenabaris (cascabeles elaborados con capullos secos de mariposa llenos de piedritas) en los tobillos y las piernas envueltas en cordones negros (que representan a la serpiente de cascabel) o multicolores (que representan a la serpiente coralillo). En la cabeza portan una flor que simboliza el renacimiento del juva ania, y llevan el rostro cubierto con una máscara de madera que tiene largas cejas y barbas elaboradas con crin de caballo para simbolizar a un anciano. A diferencia de los danzantes de otras comunidades, cuando los pascolas yaquis representan a los cazadores se colocan la máscara no en la nuca sino a un lado de la oreja derecha. Estos personajes bailan sones interpretados con dos violines y un arpa, mientras que el venado —que se ata un lienzo blanco a la altura de los párpados para cubrir parte de los ojos, con lo que simboliza que está abandonando provisionalmente su forma humana para transformarse en venado— nunca danza con acompañamiento de instrumentos de cuerda, sino con dos hirúkiam (raspadores de madera), cuyos ejecutantes también interpretan cantos rituales, y un baa-wéhai (tambor de agua). El único momento en que el venado y los pascolas danzan juntos es cuando estos, metamorfoseados en coyotes, persiguen a aquél mientras los músicos tocan la bacacusia (flauta de carrizo) y el cúbahi (tambor de doble parche). La llegada del pascola-cazador ahuyenta a los coyotes, que dejan el campo libre para que empiece la lucha entre el hombre y el venado, la cual culminará con la derrota de este último, cuya vida se irá apagando al ritmo del dramático sonido del baa-wéhai.

Otras danzas interpretadas por los yaquis son la Danza de los matachines, la Danza del coyote (símbolo de su autonomía y resistencia ante los embates sociales y culturales externos), la Danza del cuervo y la Danza de los fariseos, pintorescos personajes que recorren las calles del pueblo tocando tambores de guerra y visitando las casas con la misión de recolectar fondos para celebrar la Cuaresma. Cuando reciben una limosna, los fariseos muestran su alegría ejecutando un tépari, que consiste en un vigoroso pataleado con el cuerpo inclinado hacia adelante. Puesto que llevan tenabaris en los tobillos, el sonido emitido basta para llamar la atención de la gente, que así sabe quién cooperó para el festejo. Una vez realizado el tépari, los fariseos —que tienen prohibido hablar mientras realizan su labor— agitan la cadera, en la que llevan un cinturón con pezuñas de venado, para agradecer al donante. Durante la ceremonia del Viernes Santo, esto personajes van vestidos como judíos (saco largo de color negro, polainas y máscara de cuero que cubre toda la cabeza y que se caracteriza por su gran calva, barbilla pronunciada, orejas abultadas y nariz larga) o como romanos (con una cobija liada al pecho a manera de armadura, sandalias de cuero, máscaras en forma de animales y espadas o palos de madera con la punta pintada de color rojo para simbolizar sangre) y entran a la iglesia del pueblo formando dos filas, con la punta de sus armas hacia arriba. Al llegar ante el altar, la fila de la derecha gira con una amplia vuelta hacia el lado exterior izquierdo, mientras que la fila de la izquierda hace un giro corto por el lado interior derecho, y así regresan hasta la salida del templo. 

Danza del venado yaqui

Habitantes de vastas zonas desérticas de Arizona y el norte de Sonora, los pápagos —que se autodenominan tohono o’odham (gente del desierto)— han sufrido grandes modificaciones en su tradiciones debido al mestizaje y la reubicación territorial. Entre sus bailes típicos, cada vez más abandonados, se encuentran algunas danzas propiciatorias de la lluvia (que ejecutan en primavera), una Danza del venado (que llaman khuijin y ejecutan en el novilunio de agosto) y una ceremonia llamada vi’ikita (fiesta de la cosecha), que solo se realiza en Quitovac, localidad del municipio libre de General Plutarco Elías Calles, ubicado en el extremo noroeste de Sonora. Esta ceremonia se lleva a cabo en el mes de julio, durante la primera luna llena, y su propósito es invocar la llegada de las lluvias. Para llevarla a cabo, se levantan cinco cobertizos en una explanada que se denomina “corral”, en las afueras de pueblo. En dos de estos cobertizos se preparan los danzantes (quienes se comprometen a serlo durante cuatro años consecutivos), en otros dos se colocan los rezanderos y en el último se instalan los cantores. Frente a los cobertizos se colocan cinco montoncitos de tierra (cuatro formando un cuadrado y el quinto en el centro. En este último se depositan alimentos, tortillas y dulces). Los rezanderos se ponen frente a frente, ambos con el rostro cubierto con una máscara de gamuza y la cintura ceñida con un cinturón del que cuelgan campanas y cencerros que agitan constantemente. Cada uno lleva en las manos dos varas adornadas con plumas (llamadas vi’ikita) y es acompañado por un hombre que purifica la ceremonia arrojando polvo de maíz al suelo. Por su parte, los músicos luden con un palo quijadas de burro o raspadores de madera, que apoyan sobre coritas (cestos tejidos colocados boca abajo y que sirven como cajas de resonancia), al tiempo que cantan sus plegarias. Los rezadores recorren el corral orando y deteniéndose delante de los montoncitos de tierra, donde colocan sus vi’ikita y bendicen los alimentos. Una vez que los rezadores han vuelto a sus cobertizos, los danzantes —ataviados con una especie de pantalón corto elaborado con una manta amarrada a la cintura y los muslos, que va ceñido con un cinturón del que cuelgan campanillas— salen al corral para ejecutar sus bailes mientras entonan un son monótono en el que se repiten con frecuencia las sílabas “cu cu cu”. Esta celebración dura toda la noche y termina hasta bien entrada la tarde del día siguiente.

A su vez, en el khuijin participan hombres y mujeres, que forman dos filas paralelas y danzan sin moverse de un solo lugar, flexionando únicamente las corvas y sin levantar los pies del suelo. Los acompañan tres músicos que entonan cantos al ritmo de sus raspadores de madera, colocados —como en el vi’ikit— sobre coritas. Los hombres llevan en la mano derecha una varita, que sacuden constantemente, mientras que las mujeres no portan ningún objeto. Esta ceremonia dura toda la noche, y al amanecer los participantes empiezan a caminar suavemente para formar un círculo y luego una cruz, con lo que concluye el ritual.

Danza de niños tohono o’odham

Aunque actualmente tienen una presencia minoritaria en Sonora, los tarahumaras son un pueblo que preserva con gran empeño muchas de sus tradiciones musicales, lo cual incluye el uso de instrumentos como el kampore, un tambor de madera y piel de venado que pintan de colores y en el que dibujan paisajes o animales. Estos tambores pueden tener desde 15 centímetros hasta un metro de diámetro, y entre más grandes sean más profundo será su sonido. También utilizan sonajas, tenabaris y chapareque (o chapareke), que es una especie de arpa de tres cuerdas montadas sobre un trozo curvo de madera extraído del centro de un maguey. Puesto que el chapareque no tiene caja de resonancia, el ejecutante debe sujetar uno de los extremos del instrumento con sus dientes y sostenerlo con una mano, mientras que con la otra pulsa las cuerdas. Así, la boca del músico servirá como caja de resonancia.

Dentro de sus complejas celebraciones, el pueblo tarahumara utiliza la danza como una forma de oración, ya que para ellos es una manera de comunicarse con las fuerzas que rigen el mundo. De hecho, en su cosmovisión, el tarahumara tiene la responsabilidad de danzar para que el mundo no se acabe y para que la vida continúe sobre la tierra. Así, por ejemplo, en el yúmari y el tutugúri, que son dos de sus ceremonias más importantes. El yúmari dura tres noches seguidas, y en él los hombres se acompañan con el sonido de un tambor para danzar imitando los movimientos de los animales del monte mientras con los pies trazan en el polvo las figuras del sol, la luna y las estrellas. Sonaja en mano y rodeado por un grupo de mujeres que danzan emulando las nubes del cielo con el fin de propiciar las lluvias que traerán como resultado una buena cosecha, el wikaráame (cantor que es la figura central del ritual) agradece al padre sol y a la madre luna con oraciones que Onorúame (la deidad creadora) le reveló en sueños. Por su parte, el tutugúri es un baile de súplica que generalmente se ejecuta en la época de cosecha. Dura toda una noche y en él la danza se acompaña únicamente con los cantos del wikaráame y el sonido de su sonaja. Las fiestas tarahumaras relacionadas con el calendario ritual cristiano son amenizadas con bailes como la Danza de los matachines y la Danza de los pascolas, donde los hombres, con tenabaris en los tobillos y una sonaja en la mano derecha, bailan diversos sones al ritmo de violín y guitarra, violín y chapareque o únicamente chapareque.

Chapareque 

(fragmento del documental Chapareke: la llave de la casa de Dios, de Ángel Estrada Soto)

En la primera mitad del siglo XIX surgieron en Sonora las primeras bandas militares, formadas por clarines, trompetas y tambores. Sin embargo, será hasta el porfiriato que se afirme la presencia de pequeños conjuntos instrumentales que amenizaban fiestas patronales, celebraciones privadas y eventos públicos con la interpretación de valses, marchas, polcas, chotis y mazurcas de origen europeo, además de bailes de origen estadounidense como el foxtrot, el two-step y el ragtime. Por supuesto, el repertorio de los grupos musicales se fue ampliando con piezas de creación propia, muchas veces anónimas, cuyos temas giraban en torno a la cotidianeidad (El cartero, La crisis, Correo de la tarde), cuestiones locales (La sonorense, Bello Sonora, Agua Prieta, Alma sonorense), actualidad política (Plutarco Elías Calles, A la Heroica Caborca, Abelardo L. Rodríguez) e incluso temas humorísticos (el two-step Los persignados —dedicado a la comunidad jesuita—, El travieso, el foxtrot Bésame el hosico [sic]), sobre todo en ciudades como Cananea, Sonoyta, Nogales, Caborca y Hermosillo. Originario de esta última, Rodolfo Campodónico (1866-1926) destacó como compositor de abundantes valses dedicados a la mujer y al amor —Herminia, Eloísa, Lágrimas de amor, Laura, El primer beso, Mi güerita y Tuya, entre muchos otros pero también de obras de carácter abiertamente político —por ejemplo, la marcha Viva Maytorena (dedicada al general José María Maytorena Tapia, aguerrido partidario de Francisco I. Madero), el Himno Constitucionalista y, sobre todo, el vals Club verde (dedicado al club antirreeleccionista García Morales, cuyo color distintivo era el verde)—.

Rodolfo Campodónico: Club verde

Al lado de Campodónico, a lo largo del siglo XX han sobresalido músicos sonorenses como Rafael Jarero (¿?-1942), autor del vals Siempre te amaré; el prolífico Silvestre Rodríguez (1877-1955), que aunque nació en Michoacán se trasladó a temprana edad a Sonora, donde realizó la mayor parte de su obra, dentro de la que se encuentran los foxtrots El costeño, El serrano, A mi primer amor y El yaqui, las polcas Carlota y La pilareña y los valses Suspiros y lágrimas, Tu mirada, Amor del alma y Celina; Juan L. Mada (1880-1934), autor del ragtime El mocho Lencho y la polca La ley del tigre; Rafael Romero (1888-1953), autor de la polca Pieza robada; Jesús “El Chito” Peralta (1889-1971), autor del vals Mavi y el chotis Amor de madre; Aristeo Silvas Antúnez (1894-1928), autor de Cuatro milpas, El venadito, La higuerita, Mundo engañoso y El tarachi; Carlos Wenceslao López Portillo (1898-1977), autor de temas como La paisana, Gracielita, Tenme compasión y la polca 1918, además de probable autor de La barca de Guaymas, famosa pieza que se convirtió en el himno no oficial de la ciudad de Guaymas; Gildardo Vázquez (1905-1935), autor del foxtrot El baile del diablo; Manuel S. Acuña (1907-1989), autor de Amor secreto, Cananea, No me abandones, Canción de un preso y El sonorense, entre muchos otros temas de los más diversos géneros, además de la famosa polca Échale un cinco al piano, en colaboración con el coahuilense Felipe Valdés Leal (1899-1988); Antonio Valdez Herrera (1922-2007), autor de canciones rancheras como Tu camino y el mío, Renunciación y Puro cachanilla; Rosendo Montiel Álvarez (1941-2012), autor de temas como Para que seas feliz, Yo quiero ser y Mi silencio; Manuel Rodrigo Gocobachi Figueroa “El yaqui” (1944-2020), autor de la emblemática canción La yaquesita y Sergio Cruz Molina (1956), autor de Viva Tepupa; además de cantantes como José Eduardo Pierson Lorta (1861-1957) —descubridor de talentos y profesor de canto de figuras como Juan Arvizu, Jorge Negrete, Francisco “El Charro” Avitia y Pedro Vargas—, Alfonso Ortiz Tirado (1893-1960) —que también fue médico ortopedista e incluso realizó varias cirugías a la pintora Frida Kahlo— y Gilberto Valenzuela, “El Sahuaripa” (1935-2021) —que dedicó prácticamente toda su carrera a la difusión del repertorio vernáculo sonorense—.

La barca de Guaymas (interpretan Los Astros del Norte)

Con el estallido de la Revolución Mexicana, el corrido se convirtió en una de las formas musicales más populares del estado, abordando los más diversos temas y llegando a convertirse en parte importante de la identidad sonorense (cosa aparte son sus diversas variantes, por ejemplo el narcocorrido y, en los últimos años, el controvertido corrido tumbado). Entre los corridos representativos de la entidad destacan El corrido de Pablo Machichi, uno de los más antiguos de que se tiene noticia, que narra la historia de Pablo Machichi (1877-1946), minero que en 1910 se unió a las huestes maderistas y alcanzó el grado de mayor luchando al lado de Plutarco Elías Calles para después abandonar honor y gloria en su afán por esclarecer la muerte de su mejor amigo; El prófugo de Sonora, que narra las peripecias de un bandolero en su esfuerzo por evadir a las autoridades; El corrido de Joaquín Murrieta, que narra la vida y muerte del célebre bandido sonorense Joaquín Murrieta (1829-1853), quien de pacífico minero pasó a convertirse en despiadado forajido después de que militares estadounidenses violaran y asesinaran a su esposa durante la fiebre del oro en California; El novillo despuntado, al parecer compuesto a finales de 1800 por Francisco Rábago, un vaquero de la hacienda de Bacusa, en el municipio de Quiriego; Balbinita Apodaca, que narra el secuestro de la joven y bella mujer homónima a manos de un teniente llamado Domingo Mora; El héroe de Nacozari, corrido ferrocarrilero que sirvió como base del famoso corrido Máquina 501 y que narra la hazaña del maquinista Jesús García Corona (1881-1907), quien dio su vida para evitar una desgracia al descarrilar su tren, cargado de dinamita y en llamas, antes de que se impactara contra el pueblo de Nacozari; La cárcel de Cananea, atribuido a Francisco (o Guillermo) Romero Sortillón, apodado “El Cucharón Romero”, quien fuera sheriff en Bisbee, Arizona; El Moro de Cumpas, escrito por Leonardo Yáñez Romo “El nano” (1902-1993), quien se inspiró en la historia de un caballo cumpense llamado El Moro, que en 1957 perdió reñida carrera ante un caballo de Agua Prieta llamado Relámpago, pese a ser el favorito en las apuestas (como dato curioso, el autor se menciona a sí mismo en la última parte de este corrido) y, más recientemente, El corrido de El Cajón y Güirocoba, que narra las actividades delictivas de un grupo de traficantes de amapola en dichas comunidades del municipio de Álamos.

El héroe de Nacozari (interpretan Los Cuatreros de Sonora)

Como mencionamos anteriormente, a partir de la última década  del siglo XIX se reafirmó en Sonora la presencia de bandas formadas en su mayoría por instrumentos de viento y percusiones en la mejor tradición de las bandas alemanas, francesas y españolas, las cuales dieron un sabor único a los temas que interpretaban. Entre las bandas representativas del estado —cada una con su muy particular estilo e intereses interpretativos— se encuentran la Orquesta de los Hermanos Preciado (reestructurada en el año 2000 como la Orquesta de Pupo Preciado), agrupación pionera formada alrededor de 1890 en Noria de Romo por Refugio “Pupo” Preciado en el violín, Abelardo Villareal Bustamante en la guitarra y Jesús Preciado —hijo de don Refugio— en el tololoche, a quienes más adelante se unieron familiares y amigos hasta consolidar una de las bandas más solicitadas en los municipios de Ures, Arize y Hermosillo con su repertorio de valses, marchas, foxtrots, polkas, chotis y mazurcas; la Orquesta de los Hermanos Othón, fundada en 1924 en la comunidad de Mátape (Villa Pesqueira) y deudora de las big bands estadounidenses; Los Apson, banda formada en 1957 en Agua Prieta y cuyo interés se decantó hacia el rock and roll; La Brissa, agrupación fundada en 1975 en Estación Corral (ejido del municipio de Cajeme) y una de las principales representantes de la cumbia norteña, y la Banda 3 Ríos, formada en el año 2000 en Hermosillo y cuyas interpretaciones se acercan más a lo que es la tambora sinaloense.

La casita (interpreta la Orquesta de Pupo Preciado)

A partir de la década de 1940, en toda la región fronteriza del norte de México empezó a popularizarse el género musical conocido como norteño, en el cual juega un papel importante el acordeón, instrumento que llegó junto con los inmigrantes alemanes, checos y polacos que arribaron al noroeste del país a finales del siglo XIX y principios del XX. A diferencia de otros estados, donde los conjuntos norteños generalmente estaban formados únicamente por un acordeón y un bajo sexto (Los Alegres de Terán en Nuevo León, Carlos y José y Los Relámpagos del Norte en Tamaulipas e incluso Los Donneños en el sur de Texas), en Sonora las alineaciones solían estar formadas por tres músicos (acordeón, bajo sexto y tololoche), como es el caso de Los Cuatreros de Sonora, grupo formado en 1955 en Hermosillo por los hermanos Carvajal, el cual fue pionero en la grabación y difusión de canciones y piezas instrumentales vernáculas con el sonido característico del género norteño. De hecho, es con el auge de la radio que la música norteña conocerá una mayor difusión a nivel nacional y en el sur de Estados Unidos. Intérpretes sonorenses se vincularon estrechamente a las piezas de compositores de otros estados, a la vez que intérpretes de otros estados dieron a conocer muchas piezas escritas por compositores sonorenses (lo cual, hay que mencionarlo, ha dado pie a numerosas confusiones y querellas sobre el origen y/o la autoría de más de un tema). Así, títulos como Flor de capomo (famosa polca cuya versión original en lengua yaqui, Kapo sewa, se atribuye a Sabas Sombra Buitimea, Alfonso Martínez Buitimea y Federico Arpa García, mientras que la versión en español se atribuye a Francisco Aldaco Mendoza), El tololoche, Carta poder, El cuervo y el escribano, Esos ojos, El borracho y la cantinera, Los caballitos, El corrido de Zapata, El guante, Arriba Yécora, Sonora y sus ojos negros (verdadero homenaje a la belleza de las mujeres y los paisajes sonorenses, escrito por el compositor michoacano Bulmaro Bermúdez Gómez)  y Recuerdos de Sonora se colocaron —en sus diferentes versiones e interpretados por lo más diversos grupos y cantantes— en el gusto del público a lo largo y ancho de la República Mexicana como parte de lo que en la década de 1960 se conoció como “la invasión norteña”.

Flor de capomo (interpeta Virtud Yoreme)

Más adelante, los tríos sonorenses se convirtieron en cuartetos y quintetos al agregarse redova (pequeño instrumento de percusión que se sujeta al cinturón y se golpea con dos palillos) y saxofón, aunque para la década de 1970 la redova fue sustituida por la tarola. Y es con acompañamiento de acordeón, bajo sexto, tololoche y tarola que se baila el calabaceado, manifestación dancística propia de los vaqueros de la región, también llamados broncos (hay que recordar que la ganadería es una de las principales actividades económicas de Sonora). En este baile, los participantes imitan los giros, saltos y patadas propios del ganado, así como las maniobras necesarias para controlarlo. El calabaceado tiene su origen en el compás ternario del huapango, por lo que también se le conoce como huapango norteño, y posee un ritmo vigoroso en el que no hay ningún momento de descanso para los bailarines, quienes realizan complicadas combinaciones de pasos, pisadas y taconazos cruzados hasta que van abandonando la pista según su nivel de agotamiento. El vestuario de los hombres consiste en pantalón de mezclilla, camisa y botas vaqueras, chaleco de piel, paliacate y sombrero de tipo texano. De igual manera, las mujeres llevan falda de mezclilla, blusa y botas vaqueras, chaleco de piel, paliacate y sombrero texano sobre el cabello, que va recogido hacia atrás con una mascada.

Calabaceado sonorense (Sonora bronco)

Originalmente, la música de los conjuntos norteños —también conocidos en Sonora como “taca-tacas”— fue encasillada como música pobre para los pobres, ya que eran los trabajadores del campo y de los ranchos quienes se identificaban particularmente con ella. Sin embargo, con el tiempo terminó por gozar de una gran aceptación entre todo tipo de público, y hoy en día se encuentra presente en cualquier tipo de evento, desde bautizos hasta funerales, de los más diversos niveles socioeconómicos.

Cabe mencionar que a principios de la década de 1990 surgió en Sonora, Chihuahua y Sinaloa una variante del género norteño conocida como sierreño o bravío, caracterizada por el uso de docerola (guitarra acústica de doce cuerdas), guitarra de seis cuerdas y bajo eléctrico (que algunas alineaciones sustituyen por bajo acústico, tololoche o tuba). Entre los grupos representativos del sierreño sonoroense —que cobró gran fuerza sobre todo en el municipio de Navojoa— se encuentran Los Dareyes de la Sierra, Los Diferentes de la Sierra, Los Dos Plebes y su Tuba de Oro, Los 3 de Sonora, Los 3 de la Sierra y Los Dukes de Sonora. Amalgamados homogéneamente al lado de exponentes del inmensamente ambiguo género grupero y de combinaciones como el norteño-banda y el sierreño-banda en lo que se denomina “música regional mexicana” o, despectivamente, “música agropecuaria”, encontramos a exitosos intérpretes sonorenses como el cantante José Sergio Vega Cuamea (1969-2010), conocido como El Shaka; el cantante Valentín Elizalde (1979-2006), conocido como El gallo de oro; el cantante y compositor Régulo Caro (1981); el cantante y acordeonista Alfredo Olivas (1994); el cantante y compositor Christian Nodal (1999) y el cantautor Natanael Cano (2001), quien fusionó el corrido y el sierreño-banda con rap y hip-hop para crear lo que denominó “corridos tumbados”, polémicos temas cuyas explícitas letras abundan en descripciones de actos violentos, relaciones sexuales y consumo de drogas.

Valentín Elizalde: Vete ya

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