por Francesco Milella, desde Siena
En las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial la tradición musical europea fue protagonista de una verdadera revolución; las bases sobre las cuales, desde Monteverdi hasta Mahler, el mundo occidental había construido sus propias arquitecturas sonoras, vivieron una transformación profunda e irreversible. La música de Schoenberg y Stravinsky en los primeros años del siglo veinte había comenzado a alejarse de la tradición pasada dando vida a lenguajes musicales maravillosamente subversivos, para muchos incluso irrespetuosos, que lograron abrir nuevos caminos. Sobre estos caminos, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la música “clásica” comienza a elaborar su propio estilo: la armonía tradicional, que Schoenberg había glorificado poniéndola como máxima enemiga de su batalla musical, se va deconstruyendo al perder su forma original; el ritmo – que Stravinsky había llevado a sus extremos más audaces y primordiales – se trasforma en una materia líquida y efímera. La música lentamente descubre un nuevo mundo sonoro, un mundo virtual, abstracto, aparentemente inestable en donde se esfuman las que, para muchos eran las bases, los pilares del universo musical.
Ser compositores, arquitectos del sonido, es realmente difícil, casi imposibile. Pero no para todos: en la – afortundamente – copiosa lista de compositores contemporáneos, el Chigiana International Festival de este año decidió presentar a dos significativos ejemplos que, frente a las inquietudes de nuestra época, trataron de buscar una respuesta, una posible arquitectura del mundo musical. A ellos, a las dos parejas musicales constituidas por Daniel Bjarnason con Ben Frost y Gyorgy Kurtág con Lázslo Tihanyi, la Academia Chigiana dedicó sus primeros conciertos para descubrir sus fascinantes, inesperadas y misteriosas respuestas.
Bjarnason y Frost fueron los protagonistas de la primera noche del festival en la cual presentaron, en estreno italiano, su última composición, Music for Solaris, inspirada en la obra maestra del director de cine ruso Andrej Tarkovsky Solaris (1972). Mezclando orquesta de cuerdas, guitarra eléctrica, computadoras y piano, el dúo islandés-australiano nos propuso un camino hacia un futuro musical posible a través de armonías dilatadas, sonidos prolongados, casi oníricos, y ritmos fugaces y precarios. Lejos de lo terreno, del pasado, de lo reconocible y previsible, nuestra memoria pierde la orientación caminando en el terreno de lo desconocido. La música de Frost y Bjarnason mira al futuro, a un futuro desconocido pero inevitable frente al cual, parece decirnos el dúo, no nos queda más que imaginar una arquitectura musical que rompa con lo que fue, para abrirse con elasticidad a las incertidumbres de lo que será.
Totalmente diferente fue la respuesta del segundo concierto con obras de los compositores húngaros Gyorgy Kurtág (1925) y Lázslo Tihanyi (1956), quienes, en sus diferentes trayectorias musicales, prefirieron mirar al pasado para recuperarlo y transformar sus elementos fundamentales. En el primer caso se trata de un pasado relativamente cercano: obras como Népdalféle para chelo o viola o In Memoria Blum Tamás para piano recuperan las formas y los contenidos de la música renacentista británica de Thomas Tallis e incluso de la musica folklórica de Hungría. Con Tihanyi, representante de la segunda genereación de compositores húngaros, enfrentamos un pasado más lejano pero, como dice el mismo compositor, culturalmente más cercano a nosotros como el de la tradición gregoriana de la Edad Media: su obra Schattenspiel para chelo, piano y clarinete, que se presentó en Siena, de hecho recupera la estructura de la talea y del color, que en los motetes medievales representaban los valores rítmicos y melódicos, en un lenguaje totalmente contemporáneo.
En fin, estos son los dos posibles caminos que la música puede emprender: o mirar al pasado bajo la tranquilizadora sombra de la tradición, o liberarse de pesadas herencias musicales y abrirse a las nuevas y desconocidas tierras del futuro. Gyorgy Ligeti diría que ya no hay salida: lo único que nos queda es escapar de esta prisión, encerrados entre pasado y futuro. Quizás sea así. O, quizás, simplemente hay que dejar que los tiempos hablen y disfrutar el momento presente sin angustiarse por lo que será, como diría el gran poeta romano Horacio.
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