El barroco francés después de Luis XIV

El barroco francés después de Luis XIV

Por Francesco Milella Última Modificación enero 8, 2016

Por: Francesco Milella

La muerte de Luis XIV, el primero de septiembre 1715, abrió en toda Francia escenarios totalmente inesperados. Por casi setenta años el Rey Sol había construido una nación poderosa, aparentemente rica, en donde todo funcionaba por él y con él. En pocas palabras, él era el único pilar de Francia. Su repentina – y por muchos deseada – ausencia cambió todo, a partir de la política y de la sociedad: casi inmediatamente todas esas clases sociales que por años habían sido reprimidas, comenzaron a manifestar su malestar hacia un sistema enfermo y antiguo. En fin, la Revolución Francesa estaba calentando sus motores.

¿Y las artes? ¿La música? Luis XIV había dado vida a un lenguaje estético estrictamente codificado y vinculado a rígidas leyes, con el objetivo de espiritualizar su propia vida frente a la corte encerrada en Versailles. Gracias al genio de Lully, la trágedie-lyrique se había impuesto como género dominante, eliminando totalmente la competencia con la ópera italiana. Mientras Venecia, Nápoles, Hamburgo y Viena experimentaban los más diversos lenguajes operísticos – algunos abriendo las puertas al teatro de Metastasio y su rígida alternancia aria-recitativo, otros experimentando nuevas formas de ópera como Henry Purcell en Inglaterra o Reinhard Kaiser en Alemania -, París mantenía su sólido esquema caracterizado por una mezcla de danza, coros y arias con los temas mitológicos de siempre.

Casi paralelamente a las clases sociales marginadas, varios intelectuales franceses empezaron a manifestar su propio malestar: claro, no les faltaba comida ni un techo bajo el cual dormir. Querían novedades, querían abrir Francia a nuevos lenguajes, a nuevas formas de arte. La trágedie-lyrique, basada en el teatro de Corneille y Racine, había tenido su momento de gloria, pero ya en los últimos años del reinado de Luis XIV había comenzado a mostrar su fragilidad. Su estructura era demasiado rígida, las unidades de tiempo, acción y lugar (una sola historia se tenía que desarrollar en un solo espacio, en un solo día) eran un vínculo demasiado fuerte para los nuevos compositores y dramaturgos. Sus temas tan lejanos de la realidad, su racional codificación de las emociones y las historias de amor entre dioses comenzaban a parecer tediosas, incluso aburridas. De la misma manera la música de Lully, con sus airs tan homogéneos y discretos, no lograba satisfacer los nuevos gustos. El canto italiano era una tentación demasiado grande: como si fuera un pecado, los intelectuales lo rechazaban con dolor, pero no podían escapar de su encanto, de su seducción.  

Comenzó así la famosa querelle des anciens et des modernes: por un lado los antiguos, los lullistas, defensores de la trágedie-lyrique, por el otro los modernos, deseosos de abrir las puertas del teatro francés a nuevas formas dramáticas y musicales. Pero ¿cuáles eran estas nuevas formas? Charles Batteux, intelectual francés y máximo representante de los modernos, en sus texto Les beaux-arts réduits à un même principe (1746), hablaba de la importancia del artificio como instrumento para manifestar la verdad y, al mismo tiempo, para dar placer a los sentidos del ser humano. El nuevo teatro tenía que dar placer no solamente a la mente, sino a los sentidos, a través de artificios musicales y teatrales “maravillosos”. El merveilleux, el encanto, la sorpresa, el puro placer de los sentidos: eran estas las categorías fundamentales de este nuevo lenguaje de las artes.

Las austeras y severas temáticas inspiradas en la literatura clásica tenían que dejar su lugar a historias mágicas, a ambientaciones (tormentas, batallas, apariciones divinas, sueños) y a personajes surreales. El lenguaje tan rígido de los libretos de Lully tenía que abrirse a nuevas formas más elásticas y a un léxico más heterogéneo. ¿Y la música? La música tenía que cambiar para abrirse a un lenguaje más vivo, más dinámico, lleno de contrastes y colores, sabores y sensaciones. Una nueva música, en fin, que fuera capaz no solamente de acompañar la escena con sus nuevas exigencias, sino de imponerse como verdadera protagonista.  Un solo compositor, brillante y genial, podía hacerse cargo de esta revolución musical: Jean-Philippe Rameau.

Francesco Milella
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