Por Francesco Milella
El barroco musical italiano no se agota en las ciudades que lo vieron nacer en sus distintas formas ni en los compositores que, a partir del siglo XVIII, fueron exportando sus múltiples identidades por toda Europa, hasta América. La tradición barroca italiana fue creciendo fuera de Italia en muchas ciudades y cortes que, en su lenguaje y en sus formas, encontrarían un sinónimo de belleza, modernidad y prestigio: la misma París, con su sólida mirada anti italiana, terminaría apreciando la claridad de sus melodías replicándolas en su tradición instrumental y vocal. Pero algunos centros europeos, por distintas razones que pronto veremos, construyeron con Italia y su música una relación mucho más fuerte e intensa, casi totalizante, que terminó transformándolas en auténticos satélites italianos.
Dresde fue, sin duda alguna, el más fascinante de estos centros: gracias al apoyo de una corte electoral (Alemania estaba dividida en distintos electorados), al terminar la Guerra de los Treinta años en 1648, Dresde fue capaz de recuperar su antiguo esplendor renacentista y sobresalir como una de las ciudades de mayor riqueza artística. Su renovación urbanística y cultural llevó a Dresde, a sus autoridades y su comunidad ciudadana, a superar las fronteras alemanas y mirar más allá de los Alpes, en ese universo italiano que, entre Renacimiento y Contrarreforma, estaba lentamente poniendo las bases de su propio Barroco. Pero mirar hacia Italia no significaba solamente importar su arquitectura y su pintura, cuyas formas fueron inmediatamente encontrando nueva vitalidad a la orilla del río Elba: el barroco italiano radicó en Dresde principalmente como lenguaje musical. La corte, bajo el reinado de Augusto Federico “El Fuerte”, fue lentamente impulsando el diálogo con Italia, principalmente con Venecia por su cercanía geográfica, que facilitaría la llegada a Dresde de nuevas partituras y, sobre todo, de nuevos compositores.
El genio de Heinrich Schütz (1585-1672) fue, sin lugar a duda, la figura clave de la primera etapa. Tras haber transcurrido casi diez y seis años en Venecia como alumno de Giovanni Gabrieli, Schütz regresó a Alemania en 1616 para ser nombrado, a los pocos meses de haber llegado, Kapellmeister en Dresde. Por un lado, el prestigioso encargo y, por el otro, los distintos estímulos culturales que la ciudad podía ofrecer, dieron a Schütz la posibilidad de expresar la herencia musical que había adquirido durante los años italianos para, al mismo tiempo, dialogar con las reformas que Martín Lutero había introducido a finales del siglo XVI. La presentación de la ópera Dafne en 1627 es el evento que más representa la vitalidad musical de Dresde y su formidable tensión entre formas italianas y tradiciones locales. De la ópera, probablemente la primera de la historia alemana, conocemos solamente el nombre del compositor y del libretista, ese Ottavio Rinuccini que con tantos esfuerzos había favorecido el nacimiento del melodramma italiano, y algunos fragmentos que sobrevivieron. Más allá de las críticas que la ópera y su puesta en escena terminaron despertando por el lujo excesivo de la representación, Dafne es un testigo de gran relevancia para comprender cómo el barroco italiano se fue lentamente sedimentando en el norte de Europa, filtrado por el lenguaje protestante que la Reforma luterana había introducido.
Heinrich Schütz
El camino abierto por Schütz a lo largo del siglo XVII se fue fortaleciendo aún más con la entrada de Dresde en el corazón del Barroco musical a partir del siglo XVIII: Venecia siguió siendo la interlocutora privilegiada de la ciudad alemana, pero ya no a través de Monteverdi y Gabrieli. Los nuevos modelos musicales de la corte electoral fueron encontrando en Antonio Vivaldi una referencia indiscutible: sus partituras fueron llegando en enorme cantidad desde Venecia para llenar las bibliotecas de los nobles y ricos burgueses de la ciudad. Como ya había ocurrido con Schütz, lejos de ser pasivamente importada, la tradición italiana vivió, también en esta segunda fase, un proceso de fascinante transformación musical a través del genio de Johann David Heinichen (1683 – 1729). Como su ilustre predecesor, también Heinichen viajó a Italia (1710-1716) absorbiendo esas formas y esos lenguajes que Vivaldi y su escuela habían transformado en un verdadero paradigma. A su regreso a Dresde, Heinichen experimenta los diferentes resultados que la melodía italiana podía dar dialogando con la perspectiva más armónica y abstracta de la tradición alemana: sus conciertos y misas nos entregan un color profundamente vivaldiano, con una melodía sólida y natural, y, al mismo tiempo, con una solidez armónica profundamente teutónica. Junto a Heinichen, el barroco italiano fue encontrando otra puerta de entrada a través del compositor Johann Georg Pisendel (1687-1755), buen amigo de Vivaldi, reconocido en Alemania como pedagogo y violinista de extraordinario nivel.
Al terminar el Barroco, la historia musical y artística de Dresde perderá su fuerza creativa, probablemente como consecuencia de la Guerra de los Siete Años (1754-1763): a finales del siglo, la ciudad volverá a vivir un nuevo renacimiento, pero al que nunca corresponderá un desarrollo de su creatividad musical. Los años del Barroco seguirían representando el máximo auge de la ciudad alemana, su momento de gloria: una gloria que ni la inenarrable violencia de la Segunda Guerra mundial pudo eliminar del todo.
Heinrich Schütz: Alleluja – Lobet den Herren
Johann David Heinichen: Concerto à 7 en Sol Mayor
Johann Georg Pisendel: Concierto para violín en Re Mayor
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