Tradición e innovación, control y extravagancia definen la trayectoria de Hector Berlioz, figura no suficientemente celebrada pero fundamental para entender el desarrollo de la música europea después de la Revolución de 1848.
Por Francesco Milella
Mientras que Italia exaltaba por última vez los juegos barrocos y los placeres del bel canto, y Austria y Alemania se enfrentaban con la herencia beethoveniana hacia nuevos horizontes instrumentales, el mundo francés, por su parte, entró en un camino totalmente distinto, desafiando los retos musicales del nuevo siglo en busca de un compromiso más firme entre pasado y presente. Durante toda la segunda mitad del siglo XVIII, París había sido -quizás más que Viena- la verdadera capital de la música, tanto en la ópera como en la música instrumental. Después de la Revolución francesa la ópera siguió viva gracias a la labor de una larga serie de compositores locales como André Ernest Modeste Grétry (1741-1813), François-Adrien Boieldieu (1775-1834) y Étienne Nicolas Méhul (1763-1817) y, posteriormente, compositores extranjeros afrancesados como Gaspare Spontini (1774-1851), Luigi Cherubini (1760-1842) y Jacques Meyerbeer (1791-1864): gracias a ellos la tradición operística francesa entró en una nueva etapa catalizando el interés del público burgués por su teatralidad casi hollywoodiana. Fue la gran etapa del grand opéra. La llegada de Rossini a París en 1823 completó el escenario operístico impulsando con éxito el repertorio italiano y transformando la capital francesa también en el nuevo centro del bel canto. ¿Y la música instrumental?
La sinfonía francesa
Los ‘experimentos’ sinfónicos de Beethoven y sus discípulos tardaron mucho en cautivar el nuevo mundo burgués, demasiado cínico y superficial para entender la complejidad de esa música (lo mismo le había pasado a Mozart y a sus sinfonías en 1778). Sin embargo, los repertorios instrumentales no fueron totalmente ajenos a los oídos de los parisinos: al contrario, en tiempos y formas distintas jugaron un papel fundamental en la historia de la música francesa y, en general, europea. Un nombre lo dice todo: Hector Berlioz (1803-1869). Compositor, director de orquesta, crítico y teórico musical, Berlioz conoció un éxito tardío pero su extraordinaria herencia musical fue fundamental para definir horizontes, sonoridades, técnicas y gustos del futuro, adentro y afuera de Francia, estableciendo vínculos profundos con personalidades como Franz Liszt, Fryderyk Chopin e incluso Richard Wagner.
La búsqueda de un compromiso
La música de Berlioz es una constante búsqueda de un compromiso entre la tradición francesa grandiosa, celebrativa y escenográfica de gusto napoleónico e imperial en que había crecido y se había educado, sobre todo bajo su maestro Jean-François Le Sueur (1760-1837), y las nuevas pulsiones románticas del mundo germánico e inglés. Gran estudioso, crítico y literato, Berlioz conocía muy bien la tradición sinfónica alemana desde Beethoven hasta Mendelssohn y Schumann y leía con fervor las obras de Schiller, Goethe, Byron y, desde luego, Shakespeare, modelo y guía para muchos literatos de la época. Por un lado, la música de Alemania y Austria ofrecieron a Berlioz nuevas combinaciones armónicas e instrumentales, nuevas ideas para tratar y explorar las infinitas potencialidades de una orquesta; por el otro, la literatura le presentó nuevos temas y personajes cuya complejidad y belleza encajaban perfectamente con lo que Berlioz buscaba en la partitura. Fue el caso por ejemplo de poemas sinfónicos como Harold en Italie op. 16 (1834) inspirado en el poema Childe Harold’s Pilgrimage de Lord Byron o la composición dramatúrgica La damnation de Faust (1845) basada en la obra homónima de Goethe.
Una sinfonía fantástica
La combinación de los dos elementos -tradición francesa y mundo romántico- define un lenguaje musical totalmente único en donde oposiciones y contradicciones se resuelven en un diálogo inédito: majestuoso e íntimo, tradicional e innovativo, equilibrado y frenético. Podríamos citar distintos ejemplos en su catálogo, desde el grandioso Te Deum (1849), cuya ejecución requiere más de novecientos músicos, entre orquesta y coro, o la ópera Les Troyens (1856-58) con sus cinco actos y sus casi cinco horas de duración entre cambios imponentes de escenas en su versión integral. Pero es seguramente la célebre (aunque no lo suficiente celebrada) Symphonie fantastique compuesta en 1830 la composición que más claramente nos explica el valor de la herencia musical de Berlioz. Dividida en cinco partes (como la Pastoral de Beethoven), la sinfonía desarrolla la idée fixe (idea fija, no muy distinto al wagneriano leitmotiv) del amor intenso por su amada (la actriz Harriet Smithson): un sentimiento que lleva a Berlioz a imaginar escenas distintas desde las fantasías bucólicas y las danzas de los primeros movimientos, hasta sacrificios, alucinaciones, drogas y noches de Sabbat entre brujas y monstruos. Berlioz nos cuenta sus inquietudes, miedos y pasiones con un lenguaje musical original no solo en la forma (Beethoven es un modelo que Berlioz somete a un profundo proceso de metamorfosis), sino también el estilo, en las combinaciones sonoras, rítmicas y armónicas. La Symphonie fantastique representa, quizás más claramente y con mayor libertad respecto a las sinfonías de un Schubert o un Schumann, la capacidad de la música europea de mirar más allá del modelo beethoveniano explorando nuevas sonoridades e imaginando nuevos héroes ya no atormentados por lo sublime e inalcanzable, sino por sus mismos sentimientos que enfrentan fumando opio, y que resuelven con un matrimonio, como cualquier ser humano (efectivamente, Berlioz logrará casarse con su amada pocos años después). Así es como en Berlioz comienza a definirse poco a poco una figura que la inminente Revolución del 1848 concretará una vez por todas cambiando por completo el curso de los hechos políticos, sociales y culturales del viejo y del nuevo mundo: el héroe burgués.
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