Elites y masas: el barroco musical en la Ciudad de México

Por Fracesco Milella Un recorrido por las capitales de la música barroca no es completo si no incluye los centros urbanos que la colonización española […]

Por Música en México Última Modificación abril 2, 2024

Por Fracesco Milella

Un recorrido por las capitales de la música barroca no es completo si no incluye los centros urbanos que la colonización española fue construyendo a partir del siglo XVI para reafirmar con fuerza su presencia política y cultural: ciudades de considerable grandeza que, aún sin poder (todavía) competir con la importancia y el peso de las capitales europeas, lograron generar su propia riqueza y, por lo tanto, construir su identidad cultural.

A partir del siglo XVII, tras haber alcanzado la estabilidad y solidez indispensables para desarrollar nuevas exigencias y necesidades sociales, la música encontró en estos centros un terreno fértil y dinámico para crecer como lenguaje artístico original entre las modas europeas de las elites y las expresiones híbridas y multiculturales de las clases más bajas dando vida a lo que hoy conocemos como “barroco virreinal”. El caso que representa la Ciudad de México colonial es único no solo por la belleza de sus logros musicales, sino también por la originalidad de los diálogos que fue generando entre sus distintos actores sociales.

La tradición musical renacentista había nacido y crecido por exigencias principalmente evangelizadoras, es decir, para convertir a las distintas comunidades indígenas que vivían en las regiones cercanas a la Ciudad de México. Los primeros compositores, desde Pedro de Gante hasta Hernando Franco, entre otros, concibieron su propia actividad musical como instrumento pedagógico para difundir el verbo cristiano en las nuevas regiones y consolidar el poder español en la nueva colonia. Obviamente esto no limitó el surgimiento de expresiones musicales distintas fuera del contexto religioso: tanto en las casas de las elites ibéricas y criollas como en los espacios comunes de las clases más bajas se fueron formando nuevos lenguajes y expresiones musicales. Con el fortalecimiento del poder colonial y de la misma Ciudad de México, contemporáneo a la llegada del barroco (segunda mitad del siglo XVII), estas formas musicales encontraron nuevos espacios de expresión y medios de difusión más sólidos y estables.

El barroco musical de las elites de la Ciudad de México fue, por lo general, europeo. A través de la Catedral y de los espacios del poder colonial, fueron importando y modificando formas y lenguajes de la tradición barroca española e italiana para mantener su alto estatus social y distinguirse de la “chusma”. Figuras como la de Antonio de Salazar (1650-1715), de su alumno Manuel de Sumaya (1678-1755) y, finalmente, de Ignacio de Jerusalém (1707-1769) fueron fundamentales para la difusión y la consolidación del barroco musical virreinal tanto en el repertorio religioso (los tres fueron Maestro de Capilla de la Catedral Metropolitana) como en el operístico (Manuel de Sumaya fue el compositor de la primera ópera de Nueva España). El canal musical que, a partir del siglo XVII, se formó entre la Ciudad de México y Europa (principalmente Madrid y Nápoles), favoreció la llegada, además de músicos y compositores menores, también de nuevas partituras de grandes compositores barrocos europeos, por la mayoría italianos: sonatas y conciertos fueron llenando no solamente los espacios privados de las elites, sino también las iglesias y la misma Catedral como versos instrumentales, es decir, pausas instrumentales que acompañaban la liturgia.

Saliendo de las iglesias, del Palacio del Virrey o de cualquier mansión de la elite española, el panorama musical aparecía totalmente diferente: las clases más pobres de la Ciudad de México, cultural y étnicamente más heterogéneas respecto a las elites, fueron desarrollando un propio lenguaje musical alrededor de esos espacios que la política y la religión del poder colonial fingía ignorar. Pulquerías, plazas, y áreas periféricas fueron el terreno ideal para el surgimiento de un amplio repertorio de canciones y danzas populares: indígenas, afrodescendientes y mestizos fueron uniendo lenguajes y formas de sus respectivas tradiciones con lo que lograban percibir y escuchar del mundo europeo que se tocaba en espacios para ellos inaccesibles: a partir del siglo XVII, huapangos, jotas, boleros, zambras, jarabes y zapateados animaron las calles de la Ciudad de México ofreciendo un espacio de convivencia común y de consolidación identitaria para las clases más pobres, y de desahogo y rebeldía para las elites. De hecho, durante esas fiestas triviales y vulgares para las elites, era común toparse con damas, caballeros y curas danzando y cantando en busca de nuevas emociones.

Con la llegada de los Borbón y la introducción de sus Reformas a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la Nueva España entrará en su última etapa antes de la independencia: las elites mirarán con más interés hacia Europa consolidando su estatus y sus privilegios, mientras que la “chusma”, cada vez más aislada, continuará alimentando su amplio y fascinante repertorio popular que, a pesar del rígido control de la Inquisición, logrará sobrevivir hasta el día de hoy.

 

Sumaya: Misa a 8 de tercer tono

 

Jerusalem: Sinfonía en sol mayor

 

Jarabe tapatío (video de 1896, sin audio)

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