Francia, el otro centro de la cultura musical occidental junto a Italia y Alemania, vive a su manera el nuevo romanticismo europeo que nace de las cenizas de la Revolución de 1848 con resultados contrastantes.
Entre barroco y romanticismo
1850-1900: mientras el mundo alemán proseguía en sus exploraciones sinfónicas reelaborando de manera cada vez más inquieta el mito inagotable de Bach y Beethoven, el mundo francés continuó viviendo y explorando su antiguo culto sincrético por la ópera de tradición barroca. La ostentación del siglo XVII, el siglo del Rey Sol, con su necesidad compulsiva por la ostentación musical que Lully supo maravillosamente representar en sus tragédie-lyriques, había dejado en herencia una estética operística sensacional: un teatro musical grandilocuente en donde todas las artes, desde la danza hasta el canto y la pintura, se unían en un único universo escenográfico. Gracias a la infinita posibilidad de combinaciones que las distintas artes permitían, este mundo teatral sobrevivió a lo largo del siglo XVIII, a la Revolución Francesa y a Napoleón adaptándose con extraordinaria flexibilidad, a menudo gracias al genio de compositores extranjeros, a los distintos contextos y a las nuevas ideologías que Francia fue generando, desde el intimismo de la Medée de Luigi Cherubini (1797) hasta el pre-nacionalismo del Guillaume Tell de Rossini (1829).
Este mundo logra sobrevivir también a la última revolución burguesa de 1848, entrando de lleno en la segunda mitad del siglo XIX más sólido que nunca. De la tradición barroca se conserva el sistema centralizado – París y sus teatros siguen siendo el centro político y cultural de Francia – y, sobre todo su esencia retórica y espectacular: claro, el Rey Sol y la aristocracia habían desaparecido, pero en su lugar surge una nueva clase burguesa, rica y poderosa, con las mismas exigencias estéticas, con el mismo gusto por las grandes arquitecturas musicales, majestuosas y bien construidas y, sobre todo, con los mismos recursos económicos para financiarlas. La estructura se mantiene inalterada, pero comienza a cambiar la superestructura, es decir ese conjunto de formas y lenguajes que comenzaron a representar el verdadero elemento de novedad del teatro operístico francés entre 1850 y 1900.
Con la definitiva derrota de la aristocracia en 1848 comienzan a llegar las instancias del romanticismo alemán, las mismas que Berlioz estaba ya comenzando a interiorizar a su manera (enlace a Berlioz: https://musicaenmexico.com.mx/historia/berlioz-compromiso-fantastico/): un nuevo nacionalismo, el intimismo burgués de Schumann y Brahms, el misticismo de Wagner y Liszt entran en el mundo musical encontrando en el teatro musical ese espacio que en Alemania habían encontrado en el mundo instrumental, sinfónico y camerístico. El teatro francés se fragmenta: después del experimento breve e intenso del grand-opéra, la riqueza de posibilidades musicales y dramatúrgicas que la tradición teatral barroca ofrece, junto a la densidad y la profundidad del romanticismo francés, generan, de manera directa o en oposición, formas nuevas y muy distintas entre ellas.
Opéra-comique, opéra-lyrique.
El ideal romántico encuentra su primera y más clara expresión en el opéra-comique. Caracterizada por la presencia de diálogos hablados, la opéra-comique se define en los años que transcurren entre los siglos XVIII y XIX con André Grétry, François-Adrien Boieldieu, Daniel Auber e Adolphe-Charles Adam. Sin embargo, a partir de 1850 toma un camino nuevo dando finalmente espacio a una profundidad psicológica y sentimental que la escena francesa, por lo menos la oficial, siempre había rechazado. La máxima representante de este género fue y sigue siendo la Carmen de Bizet (1875), joya capaz de brillar con su propia luz en a riqueza artística del siglo XIX. (Carmen)
Muy parecida a la opéra-comique por su tono íntimo y psicológico, la opéra-lyrique se aleja de esta eliminando los diálogos, buscando una estética más dramática e intensa y, al mismo tiempo, recuperando la complejidad y majestuosidad escénica del grand-opéra. Un maravilloso compromiso entre distintas formas culturales que da a la luz obras maestras como Mignon de Thomas (1866) y Faust de Gounod (1859), ambas basadas en textos de Goethe.
La opereta de Offenbach.
Este mundo de seriedad y sentimentalismo psicológico genera, por contraste, reacciones de crítica e ironía que recriminan su retórica ingenua, hipócrita y vacía, profundamente burguesa. La reacción más célebre es, probablemente, uno de los fenómenos más geniales, complejos e inagotables de todo el teatro musical de estos años: la opereta, un género que el genio acrobático de Jaques Offenbach (1819-1880) transforma en una forma teatral de infinita y ligera belleza. Offenbach mira a Wagner, a Brahms, a Bellini, a Mozart, sobre todo a Gounod, Bizet y al teatro parisino de esos años burlándose de ellos entre juegos de sabor rossiniano y parodias urbanas irresistibles: un teatro genial, pop, que mira, observa y deconstruye su tiempo revelando por primera vez esas fracturas e incongruencias que el trauma del siglo XX desaparecerá de manera definitiva.
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