Por Francesco Milella
Después de Mantua y sus sabores renacentistas que L’Orfeo de Claudio Monteverdi supo revolucionar con tanta genial delicadeza, nuestro recorrido por las grandes ciudades del barroco musical prosigue hacia el este para toparse con la costa adriática. Ahí, entre pantanos y corrientes marinas, a partir del siglo VIII d. C., se fue formando sobre precedentes núcleos romanos una poderosa ciudad de mercaderes y artesanos que, en pocos siglos, conquistaría la hegemonía del mar Adriático y de todos los comercios del mundo mediterráneo: Venecia.
En la época barroca en la que nos estamos moviendo nosotros, Venecia ya había perdido su poder marítimo: con el descubrimiento de América, el centro del comercio marítimo había sido ocupado por el Atlántico y las economías globales de España, Holanda e Inglaterra. Su poder financiero había perdido su centralidad para ser paulatinamente substituido por el cultural: su sistema republicano, guiado por el Doge y por un complejo sistema de organismos ciudadanos, y su carácter internacional abrieron las puertas a un diálogo sin precedentes entre su sociedad urbana y las artes. A partir del siglo XVII Venecia supo recuperar su centralidad internacional transformándose en la capital de la cultura y del placer, una referencia para todos aquellos príncipes, reyes y ricos mercaderes que deseaban vivir siguiendo las reglas de la moda y de las artes.
La música fue, desde luego, uno de los actores principales que ocupó una posición dominante en la vida cultural y social de la ciudad, desde el Renacimiento y los primeros coros en la Basílica de San Marcos. Con la etapa barroca, la fuerte simbiosis entre la sociedad veneciana, sus órganos gubernamentales y el mundo de la música generó una verdadera revolución que cambiaría por completo no solamente la música, sus formas y sus lenguajes, sino también su percepción a nivel social y las formas de interactuar con ellas.
La fecha que explica e inaugura esta revolución es el 1637: por primera vez un teatro (el de San Cassiano) se transforma en un espacio público para representar una ópera (la Andromeda de Francesco Manelli). Con sus boletos en la mano, los venecianos comenzaron a asistir a esta nueva forma musical que hasta hacía pocos años había sido un placer solo para las élites aristocráticas. Más allá del significado social, este hecho sensacional y moderno tuvo directas consecuencias a nivel musical: abrir las puertas al público significaba responder a sus exigencias estéticas, a sus gustos. La ópera se fue transformando en un espectáculo de placer y música, donde la melodía, fácil e inmediata, terminó por ocupar una posición central ante los otros elementos, y los cantantes, cada vez más virtuosos y exigentes, se fueron transformando en divos.
Cabe recordar que los músicos que componían óperas para los teatros (Francesco Cavalli, Giovanni Legrenzi y Carlo Francesco Pollarolo fueron los primeros de una gloriosa generación) eran los mismos que, dada la esencia laica de la ciudad y de su gobierno, trabajaban para la Basílica de San Marcos y en los ‘Ospedali’, orfanatos que acogían a los emarginados de la sociedad para educarlos en las artes musicales. En estos espacios, por vías distintas, la música veneciana fue realizando sus profundas transformaciones. En el primer caso -las iglesias- el lenguaje de la ópera no tardó en “contagiar” la liturgia musical con un lenguaje más inmediato y agradable que regalaba placer y favorecía la elevación espiritual de los creyentes. Un ejemplo sensacional lo ofrece el repertorio religioso de Antonio Vivaldi, con sus Gloria, sus motetes y sus salmos cuyo lenguaje representa una síntesis perfecta entre las influencias teatrales y las exigencias de la fe.
Y es nuevamente Vivaldi quien sobresale como protagonista del barroco veneciano a nivel instrumental. Su actividad como maestro en el Ospedale della Pietà le proporcionó los instrumentos teóricos y prácticos necesarios para dar vida, a partir de la sonata tardo-renacentista, a lo que hoy se conoce como concierto: una composición instrumental para solista y orquesta que sigue una estructura formal preestablecida (tres partes, allegro-adagio-allegro, todas igualmente condicionadas por un continuo diálogo armónico y melódico entre el solista y la orquesta) que Vivaldi supo elaborar en sus formas más originales.
La ópera veneciana y la forma-concerto pasaron a través del genio de compositores como Arcangelo Corelli (1653-1713) -el destino lo llevará a Roma pero su influencia en la música veneciana será enorme-, Tomaso Albinoni (1671-1751), Alessandro (1673-1747) y Benedetto Marcello (1686-1739), Giuseppe Tartini (1692-1770) y, desde luego, Antonio Vivaldi (1678-1743), entre otros, para luego pasar su herencia a otros compositores que, aun sin ser directamente venecianos en la mayoría de los casos, adquirieron sus lenguajes para exportarlos en toda Europa: Pietro Antonio Locatelli (1695-1764), de Bergamo, terminó sus años en Amsterdam; Francesco Geminiani (1687-1762), de Lucca en Toscana, se trasladó a Londres y, finalmente Baldassare Galuppi (1706-1785) cuya trayectoria musical lo llevó a viajar hasta Rusia. Con ellos el Barroco veneciano llega a su última y máxima expresión pasando su herencia en las manos del clasicismo europeo y entregando a la historia un modelo cultural y social que, en pocas décadas, supo cambiar por completo el rostro de nuestra identidad musical.
Giovanni Legrenzi (1626-1690): Sonata prima a Quattro violini
Antonio Vivaldi (1678-1743): Gloria RV 589
Alessandro Marcello (1673-1747): Concierto para oboe en re menor
Benedetto Marcello (1686-1739): Arianna, ópera
Tomaso Albinoni (1671-1751): Concierto para trompeta en si bemol mayor
Baldassare Galuppi (1706-1785): Il mondo alla rovescia, ópera
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