El réquiem de Mozart, La Misa de Réquiem en re menor, K. 626, fue escrita en 1791, a la muerte de Mozart, Franz Xaver Süssmayr -alumno suyo- es el encargado de terminarlo.
El réquiem
Cuando se menciona o se oye mencionar la palabra Réquiem, de inmediato viene a la mente la figura de Giuseppe Verdi (1813-1901), a pesar de que su Réquiem no es el único, ni el más antiguo, ni necesariamente el mejor. Pero el hecho de que la asociación sea casi automática indica cuán fuerte es la permanencia de lo romántico, más aún cuando se trata de lo romántico relacionado con la muerte. La necrofilia musical colectiva es digna de tomarse en cuenta, a juzgar por las evidencias. ¿Qué otros Réquiem, o para decirlo con más corrección, qué otras Misas de Réquiem son dignas de atención, audición y estudio? No es difícil encontrar varios ejemplos, ya que el impulso de poner en música los textos del rito que conmemora la muerte es bastante antiguo, y ha recorrido muy diversos caminos en la historia de la música.
Breve historia del Réquiem
Entre lo más antiguo se encuentra el Réquiem de la liturgia del canto gregoriano, homofónico y austero. De aquella añeja misa de muertos se conserva sobre todo la famosa melodía del Dies irae original, que muchos compositores de diversas épocas han empleado más tarde para referirse con música a la muerte. Esta impresionante melodía que ilustra el juicio final ha hecho su aparición en obras de muy diverso carácter, ya sea imitada, sugerida o parodiada: Berlioz, Saint-Saëns, Vaughan Williams, Rajmaninov son sólo algunos de los ejemplos que vienen a la memoria.
Esta impresionante melodía que ilustra el juicio final ha hecho su aparición en obras de muy diverso carácter, ya sea imitada, sugerida o parodiada: Berlioz, Saint-Saëns, Vaughan Williams, Rajmaninov son sólo algunos de los ejemplos que vienen a la memoria.
Hacia 1636, el compositor alemán Heinrich Schütz (1585-1672) compone sus Exequias musicales, obra considerada como el primer Réquiem alemán, y en la que el compositor logró una balanceada combinación de la tradición musical italiana con algunos modos de expresión ya claramente alemanes. Por esa misma época, el compositor bohemio Heinrich von Biber (1644-1704) compuso también un Réquiem, que curiosamente es una obra apacible, tranquila, casi dulce, que nada tiene que ver con el fuego, la pasión y el terror que habrían de comunicar otras misas de Réquiem posteriores. Héctor Berlioz (1803-1869) creó su Grand messe des morts, que entre otras cosas sirvió para reafirmar el adjetivo de artillero que solía aplicarse al compositor francés, siendo una misa enorme, de sonoridades monumentales y amplias aglomeraciones acústicas.
Del otro lado del espectro expresivo, el Réquiem alemán de Johannes Brahms (1833-1897) ofrece una cierta melancolía objetiva, reflejo del estoicismo espiritual presente en muchas de sus obras, combinada con una solidez estructural que recuerda por partes iguales a Georg Friedrich Händel (1685-1759) y a Johann Sebastian Bach (1685-1750). Viene después el más famoso Réquiem, el de Verdi, compuesto en 1874 a la memoria de Alessandro Manzoni, y sobre el que aún se debate si es una obra de música sacra o una ópera disfrazada. Sea como fuere, el hecho es que la fama y popularidad del Réquiem de Verdi es incontestable.
En 1888 se estrena el Réquiem de Gabriel Fauré (1845-1924), una de sus escasas aventuras fuera del mundo de la música de cámara, que era su territorio natural. En su Réquiem, Fauré logró obtener un impacto emocional bastante sólido a partir de medios musicales muy económicos. Y si bien el impulso de componer misas de Réquiem pareciera ser específicamente barroco y/o romántico, es un hecho que el siglo XX también produjo algunos ejemplos notables del género. Por mencionar sólo algunos, el Réquiem de guerra de Benjamin Britten (1913-1976), los Cánticos de Réquiem de Igor Stravinski (1882- 1971) y el Réquiem de György Ligeti (1923), partes del cual llegaron a la pista musical de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
Así pues, con todas estas referencias es posible entrar ya de lleno en el Réquiem que nos ocupa, que es el de Mozart. Si bien es una obra que proviene claramente del período clásico, las circunstancias de su creación son netamente románticas, de manera que es permitido adornar un poco los hechos.
La curiosa historia detrás del Réquiem de Mozart
Viena, en el verano de 1791. El interior mal iluminado de una casa, en una noche tensa y desapacible. Mozart, enfermo y febril, trabaja en su ópera La clemencia de Tito. Tocan a la puerta, y antes de que Mozart pueda levantarse, la puerta se abre y con una ráfaga de viento entra un extraño. Un hombre muy alto y delgado, tocado con un negro sombrero de tres picos y embozado en una capa gris avanza y se detiene fuera del círculo de luz que proyecta la vela. Suena su voz cavernosa, y Mozart queda inmóvil:
– Señor Mozart… una misa de Réquiem. Para un alto personaje. Usted es el compositor idóneo para realizarla.
El extraño retrocede unos pasos y arroja sobre la mesa de Mozart una bolsa llena de monedas.
– Después habrá más. Volveré, señor Mozart, por la misa.
Sin decir más, el extraño da la vuelta y se marcha. Sudoroso y azorado, Mozart va a la ventana y alcanza a ver al embozado perderse en la noche vienesa. Esa misma noche, Mozart comienza a componer su Réquiem. Desde entonces y hasta el día de su muerte, el compositor está convencido de que el extraño es un mensajero de la muerte, y de que el Réquiem que escribe es el suyo propio.
De vuelta a la realidad se puede decir que el extraño visitante nada tenía que ver con la muerte: era un emisario del conde Walsegg-Stupach, un noble que tenía la curiosa costumbre de encargar obras a compositores de renombre para después hacerlas pasar como suyas. Este conde jamás imaginó las alucinaciones que por su culpa padeció Mozart durante los últimos meses de su vida. El 4 de diciembre de 1791 se lleva a cabo el último ensayo del inconcluso Réquiem, junto al lecho en el que Mozart yace enfermo. Mozart rompe a llorar durante el ensayo y dice: “Esto lo escribí para mí mismo.” El ensayo llega hasta el Lacrymosa, última parte de la obra escrita por el compositor. En la madrugada, Mozart muere.
El trabajo de terminar el Réquiem recayó en Franz Xaver Süssmayr (1766-1803), alumno de Mozart, confidente cercano del compositor y de su esposa Constanza y, según se dice, algo más. Si por entonces hubiera existido en Viena un periódico tabloide amarillista llamado Furcht! (que en alemán quiere decir Alarma!) quizá uno de los números de julio de 1791 habría llevado en su portada sendos grabados de Mozart, Constanza y Süssmayr, y algunos titulares escandalosos: “Mozart, cornudo. Esta es Constanza, la ingrata infiel. El hijo, de Süssmayr.” En efecto, tal era la cercanía de Süssmayr con los Mozart que algunos biógrafos sostienen la tesis de que su relación con Constanza fue más cercana de lo que a Mozart le hubiera gustado, y de que el hijo nacido en julio era en realidad de él. ¿Habrá sido mera coincidencia el hecho de que Constanza eligió para ese hijo el mismo nombre de pila que llevaba Süssmayr?
Sea como fuere, el caso es que Süssmayr, que nunca fue considerado como un compositor notable, se encargó de terminar el Réquiem de Mozart y, según dicen los especialistas, lo hizo muy decorosamente, apegado al espíritu y al estilo mozartiano, y dejando que en esas últimas secciones hablara la música de Mozart y no la suya propia. Y nuevamente, la fantasía…
Meses después, el embozado de la capa gris y el tricornio negro regresa a reclamar el Réquiem. Encuentra muerto a Mozart en la madrugada del 5 de diciembre de 1791. De un soplo apaga la vela que ilumina la habitación. Se marcha, y en la escalera se cruza con Constanza y Süssmayr, que suben tomados de la mano. El embozado saluda con un gesto y desaparece.
ADDENDA: Para quienes gustan de mezclar un poco de fantasía con un poco de aprendizaje musical, va la recomendación de revisar la fascinante secuencia, casi al final de la película Amadeus (Milos Forman, 1984) en la que Mozart inventa el Confutatis de su Réquiem y se lo dicta a Salieri. El resultado es formidable.
Fuente: Juan Arturo Brennan para OFUNAM
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