De música, epidemias y pandemias

A lo largo del tiempo la humanidad se ha enfrentado a epidemias y pandemias que han dejado, en mayor o menor medida, su huella en la vida.

Seventh Seal
Por Jose Antonio Palafox Última Modificación mayo 29, 2020

Desde la peste que, escribe Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, devastó Atenas en el 430 a.C. hasta la pandemia del coronavirus que asola al mundo entero en el momento en que se escribe este texto, a lo largo del tiempo la humanidad se ha enfrentado a epidemias y pandemias que han dejado, en mayor o menor medida, su huella en la vida y, por lo tanto, en el quehacer artístico de la gente. Crónicas históricas (por ejemplo los Rerum gestarum libri XXXI de Amiano Marcelino y la Historia general de las cosas de Nueva España de fray Bernardino de Sahagún), autobiografías (Memorias de ultratumba de René de Chateaubriand, El cuaderno gris de Josep Pla), novelas (Diario del año de la peste de Daniel Defoe, Muerte en Venecia y La montaña mágica de Thomas Mann, El húsar en el tejado de Jean Giono, La peste de Albert Camus), esculturas (el Pastoret de Eduardo Servera, las columnas de la peste que se erigen en Viena, Praga y Nápoles) y sobre todo pinturas (La plaza del mercado de Nápoles durante la peste de Domenico Gargiulo, La peste de Marsella en 1720 de Michel Serre, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires de Juan Manuel Blanes o La peste de Arnold Böcklin, por mencionar unas cuantas) testimonian el daño y reflejan el comportamiento individual y social del momento.

Arnold Böcklin, La peste, 1898

Por supuesto, el mundo de la música no ha permanecido ajeno a los embates de epidemias y pandemias, que le han servido como inspiración creadora o han sido causa de importantes pérdidas. Remontémonos a la Edad Media, concretamente a mediados del siglo XIV, época en que sucesivas oleadas de peste negra (que duraron hasta principios del siglo XVIII) devastaron Europa. En 1349 esta temible epidemia alcanzó uno de sus puntos máximos, ofreciendo terroríficas escenas de las que podemos darnos una idea al contemplar miniaturas de la época, como La peste negra en Tournai o La muerte estrangulando a un apestado. Convencidos del inminente fin del mundo, grupos de personas marchaba de ciudad en ciudad —sobre todo en la zona de Alemania— implorando el perdón de Dios (y seguramente esparciendo el contagio) mientras se golpeaban el cuerpo con flagelos y entonaban sin cesar sencillas salmodias monódicas estructuradas en un esquema básico de llamada (una voz solista) y respuesta (el resto de las voces, al unísono). La Iglesia no tardó en prohibir semejantes actos de histeria y desesperación (a cambio introdujo el Dies Irae, el Día de la ira, en las misas de réquiem), pero muchas de esas salmodias, conocidas como geisslerlieder o “cantos de flagelantes”, terminaron por formar parte de la cultura religiosa y musical popular.

Mientras tanto, en una Italia diezmada por la “mortífera pestilencia”, Giovanni Boccaccio escribía El Decamerón (publicado en 1353), libro formado por cien cuentos narrados durante 10 días por un grupo de diez jóvenes que se encierran en una villa a las afueras de Florencia para intentar escapar de esta terrible epidemia. Cada uno de los diez días de confinamiento abordados en el libro concluye con una canción cuyo objetivo es brindar consuelo a los protagonistas frente al implacable avance de la enfermedad. Algunos compositores de la época retomaron estas canciones y las musicalizaron en forma de ballate monofónicas (una de las formas musicales profanas más importantes del ars nova italiano). Así, encontramos Non so qual io mi voglia de Lorenzo da Firenze, y O giustizia regina al mondo freno de Niccolò da Perugia. En el siglo XVI, las canciones de El Decamerón de Boccaccio se convirtieron en fuente de inspiración para numerosos compositores renacentistas, que las abordaron en forma de ballate polifónicas, canzoni instrumentales o madrigales a varias voces: Qual donna canterà s’i’non cant’io, musicalizada en forma de ballata polifónica por Girolamo Scotto en 1551; Gia fu chi m’ebbe cara e volontieri giovinetta, que Pierluigi de Palestrina adaptó en forma de madrigal en 1555; Amor la vaga luce, musicalizada como canzona por Giulio Fiesco y la famosa Io mi son giovinetta, abordada como ballata polifónica por, entre otros, Giovanni Nasco de Verona (1562) y Giovanni Piero Manenti (1574), y en forma de madrigal por Domenico Ferrabosco (1583) y Claudio Monteverdi (1603). Por otra parte, de Griselda —el último cuento de la última jornada de El Decamerón—se desprenden a su vez sendas óperas compuestas en el periodo barroco por Carlo Francesco Pollarolo (1701), Tomaso Albinoni (1703), Alessandro Scarlatti (1721), Giovanni Battista Bononcini (1722) y Antonio Vivaldi (1735), esta última estrenada poco después de finalizada una terrible pandemia de influenza que entre 1732 y 1733 cobró numerosas víctimas en todo el mundo.

Lorenzo da Firenze: Non so qual io mi voglia / Esther Lamandier

Una de las medidas preventivas básicas para enfrentar una epidemia es respetar la cuarentena. Así fue como el compositor francés Guillaume de Machaut (c. 1300-1377) sobrevivió a la primera oleada de la peste negra. Durante su aislamiento se dedicó a experimentar con la canción secular, escribiendo numerosos poemas que musicalizó en forma de baladas y virelayes (una de las formas musicales del ars nova francés) cuya influencia sobre el panorama musical posterior es innegable. Pero otros músicos se enfrentaron a situaciones más difíciles y trágicas: uno de los repuntes de la peste negra ocurrido en 1504 hizo huir de Ferrara a Josquin des Prés (c. 1450-1521), quien se desempeñaba como maestro de capilla en la catedral de esa ciudad. Su puesto fue inmediatamente cubierto por el famoso compositor de misas neerlandés Jacob Obrecht (1458-1505), quien no corrió con suerte y murió víctima de la peste al año siguiente. Un brote de esta enfermedad ocurrido en Ámsterdam y Hamburgo en 1663 (y que terminó convirtiéndose en la gran peste de Londres) acabó con la vida del compositor y organista Heinrich Scheidemann (c. 1595-1663), pero también inspiró el hermoso lamento Wie liegt die Stadt so wüste (1663) de Matthias Weckmann (1616-1674).

Matthias Weckmann: Wie liegt die Stadt so wüste / Cantus Cölln, dirige Konrad Junghänel

Si bien la peste negra fue la epidemia más mortífera a que se ha enfrentado la humanidad, otras epidemias y pandemias han sembrado el terror y el desasosiego en su momento: varias oleadas de la enfermedad llamada sudor inglés ocurridas en los siglos XV y XVI, las epidemias de gripe y viruela que atacaron Mesoamérica en 1493 y 1520 respectivamente, una curiosa epidemia de baile que ocurrió en Estrasburgo en 1518 y cuyas víctimas, incapaces de dejar de bailar, morían de agotamiento… En 1695 una epidemia de tifus que asoló México puso fin a la vida de sor Juana Inés de la Cruz, autora no solo de poemas, obras de teatro y autos sacramentales, sino también de varios villancicos y de un tratado de armonía que lamentablemente está perdido.

Un fantasma discreto y silencioso que recorrió la Europa del Romanticismo a lo largo del siglo XVIII y cobró innumerables víctimas fue la tuberculosis, ante la que sucumbieron el violinista y compositor italiano Niccolò Paganini (1782-1840) y el pianista y compositor polaco Frédéric Chopin (1810-1849). También llamada “la plaga blanca”, esta enfermedad confería a sus dolientes una belleza espectral rodeada de un halo de tristeza y abandono que se convirtió en epítome de la estética romántica, además de dejar su huella en óperas como La traviata (1853) de Giuseppe Verdi y La bohème (1896) de Giacomo Puccini, donde las extenuadas protagonistas mueren entre horribles toses y esputos sanguinolentos.

Giuseppe Verdi: Più a me t’appressa… (La traviata) / Stefania Bonfadelli (Violetta Valéry), Scott Piper (Alfredo Germont), Renato Bruson (Giorgio Germont) y la Orchestra della Fundazione Arturo Toscanini, dirige Plácido Domingo

A inicios del siglo XIX se desató una epidemia de cólera que se extendió por Europa y varias partes de Asia y América, en la que murieron aproximadamente 10 millones de personas. Para 1830, esa epidemia se encontraba ya en México, y siguió presente en sucesivas oleadas durante los siguientes 25 años. El gobierno de Antonio López de Santa Anna hizo lo posible por restarle importancia, porque —con sus humillantes síntomas— el cólera suele relacionarse con la incultura y la pobreza. Así, encabezada por Dolores Tosta de López de Santa Anna, esposa de su Alteza Serenísima, lo más selecto de la aristocracia mexicana, la cual entonces sufría de una verdadera operamanía, continuó asistiendo a los teatros de ópera, los cuales a su vez —ignorando toda medida sanitaria ante los brotes de la epidemia— se encontraban enfrascados en reñida competencia por llevar a sus escenarios a los cantantes de mayor renombre. Muchas de estas personalidades de talla internacional tuvieron suerte y después de presentarse en los escenarios de la capital mexicana siguieron sus caminos sanos y salvos, pero otras sucumbieron entre las violentas diarreas y vómitos provocados por el cólera, como sucedió con la legendaria soprano alemana Henriette Sontag (1806-1854), quien en 1824 había participado como solista en el estreno de la Sinfonía No. 9 de Ludwig van Beethoven. La última representación de la célebre cantante fue en el Gran Teatro Nacional de México, porque el cólera puso fin a su vida dos meses después de la triunfal llegada de la diva a nuestro país. En Italia, la epidemia de cólera que asoló Nápoles en 1836 obligó a cerrar los teatros de ópera. El único que permaneció abierto fue el Teatro Nuovo, para el que Gaetano Donizetti (1797-1848) escribió —aprovechando la cuarentena— la farsa en un acto Il campanello di notte. Al año siguiente murió víctima de esa enfermedad su esposa, Virginia Vasselli (1808-1837), y el compositor se sumergió en un frenesí creativo que dio como resultado algunas de sus mejores obras. También Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) pereció, accidentalmente o a propósito, durante una oleada de cólera acaecida en Rusia a finales del siglo XIX. En esos mismos años México se vio asolado por una epidemia de fiebre amarilla que tuvo un alto índice de mortalidad en estados como Veracruz, Tabasco y Sinaloa. Esta enfermedad cobró la vida, entre muchos otros, de la reconocida soprano y compositora Ángela Peralta (1845-1883), quien falleció a los 38 años de edad en Mazatlán durante una gira operística por el norte del país.

Ángela Peralta: El deseo / Verónica Alexanderson (mezzosoprano) y Józef Olechowski (piano)

Apenas iniciado el siglo XX, el mundo se enfrentó a la gripe española (1918-1920), quizá la pandemia más devastadora después de la peste negra y a la que no sobrevivieron personalidades como el pintor Egon Schiele, el filósofo y economista Max Weber, el dramaturgo Edmond Rostand y el poeta y novelista Guillaume Apollinaire. Esta enfermedad dejó al compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) con una grave infección de oído que estuvo a punto de dejarlo sordo.

A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI muchas otras epidemias han golpeado al mundo con mayor o menor fuerza (el SIDA, el ébola, la gripe porcina, el dengue, nuevos brotes de cólera), y el interés que despierta el estado de indefensión del ser humano ante el contagio se ha visto reflejado en trabajos como The Visitors (1957), ópera de Carlos Chávez que retoma el escenario y cuatro de los personajes de El Decamerón de Boccaccio, la cantata para narrador, coro y orquesta La peste (1964) de Roberto Gerhard, que adapta con singular intensidad la novela homónima de Albert Camus, Greek (1988), ópera de Mark-Anthony Turnage donde el Edipo Rey de Sófocles es trasladado a un Londres azotado por la peste en plena década de 1980 y Angels in America (2004), ópera de Peter Eötvös donde se exploran los primeros casos identificados de SIDA en el Nueva York de la década de 1980.

Peter Eötvös: fragmento de Angels in America / Daniel Belcher (Prior Walter), Derek Lee Ragin (Mr. Lies) y la Orquesta del Théâtre du Châtelet, dirige Peter Eötvös

La actual pandemia del coronavirus (COVID-19) ha abierto una honda herida en quienes nos ha tocado vivirla. Su sorpresiva velocidad de propagación y su alta contagiosidad han sembrado el caos y la incertidumbre y nos han hecho sentir vulnerables de una manera que dejará imborrable huella en la conciencia colectiva e individual. En el ámbito musical, al momento en que se escriben estas líneas —y hasta donde alcanza nuestro conocimiento— han muerto de esta enfermedad los cantantes estadounidenses de música country Joe Diffie y John Prine, los jazzistas estadounidenses Ellis Marsalis y Wallace Roney, el cantante y compositor camerunés Manu Dibango, los rockeros estadounidenses Adam Schlesinger y Alan Merrill, el productor musical estadounidense Hal Willner, el cantante y compositor mexicano Óscar Chávez y el crítico musical español Julio Andrade Malde, erudito colaborador de la revista Scherzo y del diario La Opinión.

En el aspecto creativo, si bien la música popular reaccionó casi inmediatamente con canciones como Codo con codo de Jorge Drexler, Coronavirus de Saxoman y los Casanovas, La canción del coronavirus de Los Tres Tristes Tigres y La cumbia del coronavirus de Míster Cumbia, en el ámbito de la música “seria” todavía es demasiado pronto para que se escriba, digamos, un COncierto para VIola D’amore y 19 instrumentos o un Miserere (In Memoriam COVID-19 Victims), o para que se estrene una puesta en escena del Macbeth de Verdi donde, en lugar de ir vestidos con armadura y blandiendo sendas espadas, Macduff y su bosque de soldados liberen el reino de Escocia enfundados en batas blancas y armados con cubrebocas y guantes de látex. Sin embargo, lo que sí es cierto es que esta terrible pandemia ha cambiado para siempre nuestra cotidianeidad y las manifestaciones culturales que forman parte de ella. El aislamiento en que nos vemos forzados a vivir ha puesto en pausa indefinida nuestros rituales cotidianos, y algo tan sencillo como el acto social de asistir a un concierto se ha vuelto impensable porque las salas de conciertos y las casas de ópera han cerrado sus puertas en un esfuerzo por evitar la propagación del virus. Pero la necesidad de música es también parte de nuestra esencia como individuos, y mientras no nos deshumanicemos hasta el punto de perder la capacidad de disfrutar los actos de creación artística de nuestros congéneres, seguirá habiendo millones de espectadores que quieran escuchar y otros tantos millones de artistas que quieran ser escuchados.

Afortunadamente, la música de concierto se ha acoplado con singular rapidez e ingenio a este nuevo entorno en el que la convivencia social ha dejado de ser posible. Con solo encender un dispositivo que tenga acceso a Internet podemos disfrutar cientos de grabaciones “de archivo” transmitidas en streaming por las más renombradas casas de ópera y salas de conciertos, presentaciones en escenarios sin público (como los conciertos organizados en el Schinkel Pavillon de Berlín por el director y productor de cine Jan Schmidt-Garre y Naxos Audiovisual), amenas veladas con músicos (desde estudiantes con buena voluntad hasta estrellas de talla internacional) que, desde sus hogares, nos obsequian con alguna charla, clase o recital, o esa especie de flashmobs en línea que empiezan a ser frecuentes y en donde varios ejecutantes de los lugares más distantes se organizan para, en determinado momento, encender sus webcams e interpretar desde una sola obra hasta un concierto completo, como ocurrió con la insólita gala virtual ofrecida por más de 40 artistas del Met de Nueva York el pasado 25 de abril. De hecho, no sería de extrañar que —con estos precedentes— en el futuro algún visionario compositor estrenara una Sinfonía web para músicos a distancia, o algo similar. Las nuevas tecnologías lo hacen posible, y la música ha mostrado una admirable capacidad de adaptación para no hundirse en el silencio dentro de un mundo que está sufriendo un cambio muy profundo.

Giuseppe Verdi: Va pensiero (Nabucco) / Orquesta y Coro del Met de Nueva York en streaming durante la At-Home Gala, dirige Yannick Nézet-Séguin

Jose Antonio Palafox
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