Las revoluciones del siglo XVIII transforman por completo el rostro cultural de Europa. De las cenizas del mundo absolutista nace una nueva identidad social con valores de libertad, fraternidad e igualdad. Y ¿la música?
Hacer una introducción al siglo XIX en este momento de nuestro recorrido histórico parece una tarea innecesaria, una interrupción del flujo natural de los eventos y nos obliga a hacer un paso hacia atrás en un momento indefinido (aunque el año 1789 parecería ser el más adecuado). En efecto, el 1800, por lo menos como fecha, ya entró a formar parte de nuestra historia: la libertad que Mozart busca con sus últimas composiciones, la muerte de Haydn en Viena bajo las bombas del ejército napoleónico en 1809, las melodías de Boccherini en una España decadente tras el inicio de la implosión de su imperio Atlántico, las aventuras de Viotti, revolucionario tímido y burgués, el apoyo de Cimarosa a la Revolución napolitana de 1799 -el ejemplo más evidente de la influencia de la Revolución francesa en tierras italianas-, son episodios que, de formas muy distintas, fueron proyectando paulatinamente Europa hacia algo nuevo, todavía indefinido pero ya claramente distinto de las luces tranquilizadoras de la Ilustración.
Las revoluciones
A finales del siglo XVIII, los efectos de las tres revoluciones -la industrial, la americana y, sobre todo, la francesa- aparecían evidentes en muchos aspectos de las sociedades occidentales: el sistema precapitalista del nuevo sistema industrial había generado, por un lado, un gran desarrollo económico, por el otro, grandes desigualdades sociales, malestar y pobreza en toda la Europa occidental (los horarios y las condiciones de trabajo eran, en muchos casos, deshumanas). Este clima de malestar hacia el nuevo sistema industrial y, más en general, hacia el orden aristocrático y absolutista de Europa, encontró respuestas y soluciones en los valores de libertad y autonomía que los Estados Unidos comenzaron a difundir tras su independencia en 1776. El clima de relativa inmovilidad política en Europa y, por lo tanto, la ausencia de grandes eventos que pudieran distraer la opinión pública, favoreció la lenta proliferación y la consolidación de nuevos ideales entre las clases medias y altas y de profundos malestares entre las más bajas, en un clima de constante tensión que en 1789 explotó en el país emblema del absolutismo monárquico: Francia. Al grito de “Liberté, Égalité, Fraternité” comenzó a formarse la nueva identidad del hombre moderno: autónomo, libre, con sus derechos y sus deberes.
La emancipación de la música
Esta revolución social y cultural transformó radicalmente las artes, no solo en sus lenguajes y sus formas – desde luego más atentas al gusto y las necesidades de un público más extenso y menos aristocrático-, pero también en su papel social, definiendo de manera radical la relación entre el creador y su sociedad. Así fue con la música. Hasta este momento, el compositor -con algunas excepciones- tenía que responder a lógicas sociales aristocráticas. Su trabajo se realizaba en función del gusto del comitente, fuera un príncipe, un rey o la sociedad burguesa de una ciudad. Con la definición de nuevos valores individuales y, también, con la caída de este sistema jerarquizado, el compositor comienza a recorrer nuevos caminos: su identidad musical ya no se construye solamente en relación con su entorno, sino también, y de manera más dominante respecto al pasado, en base a su propia individualidad, a su sensibilidad y experiencia personal. Su trabajo, por consiguiente, poco a poco se independiza y busca su propia autonomía. Mozart nos regala un ejemplo precoz y fascinante cuando, en 1781, abandona su trabajo, estable pero mediocre, en Salzburgo para mudarse a Viena, la capital, y buscar su propio camino de manera autónoma.
Con la revolución francesa se abre una fase de transición: viejos sistemas y nuevas costumbres coexisten al mismo tiempo y en el mismo lugar, y nuevos lenguajes van conquistando poco a poco su escenario cambiando el rostro de la música occidental. El cambio de perspectiva de los compositores fue determinante en la construcción de lenguajes musicales inéditos: la definición del ser humano en su nueva identidad posrevolucionaria, inquieta, compleja, deseosa y portadora de valores y anhelitos de libertad, y la búsqueda de nuevos espacios metafóricos en donde poder expresar abiertamente esta nueva identidad, abren nuevos espacios de creación musical. Ya no se busca complacer a un potente sino representar, dar voz y celebrar nuevas intimidades nunca antes escuchadas. Con el “Sturm und Drang” (literalmente, tormenta e ímpetu), etiqueta que da el dramaturgo alemán Friedrich Maximilian Klinger en 1776, la música europea y, en general la cultura, comienzan a alejarse de la formalidad geométrica y racional del clasicismo para buscar un el pleno desarrollo y la libre expresión del genio humano. Si Francia fue la cuna de la transformación política y social, con el “Sturm und Drang” es Alemania el país que se impone en Europa como la cuna de la nueva cultura: escritores como Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), Friedrich Schiller (1759-1805) y Johann Gottfried Herder (1744-1803), entre otros, ponen las bases de lo que pronto será el nuevo capítulo de la cultura e, indirectamente, de la música europea: el Romanticismo.
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