París y el barroco: los contrastes del placer

Por Francesco Milella De la que todo quiso copiar e importar desde fuera sin poderlo (o saberlo) realizar autónomamente, a la que todo quiso realizar […]

Por Francesco Milella Última Modificación abril 27, 2019

Por Francesco Milella

De la que todo quiso copiar e importar desde fuera sin poderlo (o saberlo) realizar autónomamente, a la que todo quiso realizar con sus propias fuerzas: trasladarse de Londres a París, a pesar de la breve distancia, significa pasar de una manera de producción y difusión musical a su opuesto, de una ciudad como Londres, que todo lo importó desde Italia y con orgullo reiteró su “italianidad” musical, a París que, por orgullo y nacionalismo, construyó su identidad musical marcando distancia de todas las modas musicales del momento. Y así fue desde principios del siglo XVII, cuando el Renacimiento comenzó a ceder ante las novedades del Barroco y la capital de Francia fue construyendo su propia idea musical con la evidente intención de contrastar el dominio que la moda italiana estaba rápidamente conquistando Europa. Sin embargo, más que culturales, las razones que colocaron a Francia en esta posición de rechazo y autonomía ante el resto de Europa fueron sobre todo políticas: con Luis XIII y, de forma más evidente, con Luis XIV, la monarquía francesa fue desarrollando, entre París y la cercana Versalles, un sistema monárquico absolutista en donde todo giraba alrededor del Rey, sol y motor de todo el sistema, y de su corte.

La música, fuera en la corte, encerrada (y controlada) en el majestuoso palacio de Versalles, o en los teatros de París, fue ocupando una posición cada vez más central no solamente como elemento celebrativo hacia la figura del rey y decorativo para amenizar la vida de la corte, sino también como instrumento político para fortalecer el prestigio y la solidez monárquica ante sus propios ciudadanos y reiterar su superioridad cultural y política ante las otras naciones Europeas. Pero ¿cómo podía la música hacerse cargo de tan compleja tarea, respondiendo al mismo tiempo, a exigencias nacionales e internacionales? La solución fue clara: construir una propia identidad musical barroca, con sus formas, lenguajes y estructuras capaces de hacerse cargo de las exigencias políticas de la monarquía y, al mismo tiempo, responder al gusto de la corte y de las clases altas de la sociedad parisina.

El modelo inicial fue, necesariamente, Italia, siendo en aquel momento la cuna del ingenio y de la sensibilidad musical europea: arquitectos, escenógrafos y compositores llegaron a París y Versalles para dar una forma concreta al proyecto de la monarquía y aplicar sus habilidades en la creación de una nueva idea de música. Entre las distintas figuras que cruzaron los Alpes para establecerse al servicio del Rey Sol se encontraba también el joven florentino Giovanni Battista Lulli (1632-1687), luego conocido como Jean-Baptiste Lully que, en 1646, Mademoiselle de Montpensier quiso como paje en su mansión parisina para aprender a conversar en italiano. En pocos años, sus habilidades musicales y sociales lo llevaron por otros caminos que, al final, lo colocaron al centro de la vida musical de Versalles: como tal, Lully tuvo el poder necesario para poner las bases de lo que hoy identificamos como tragédie lyrique, un género operístico basado en temas históricos o mitológicos donde canto solista y coral se mezclaban con la danza y una elaborada orquestación en un triunfo de placer, extravagancia y maravilla. El genio y la habilidad de Lully le permitieron crear una forma operística perfecta y bien definida en términos teatrales y musicales, pero también capaz de responder plenamente a las exigencias políticas de la corte: una música y una escena suntuosa y apabullante representaban temas mitológicos, moralmente impecables, evidente metáfora de toda la nación y de su rey.  

La herencia que Lully dejó, tanto en el repertorio operístico como en el religioso, muy parecido al primero por gusto y lenguaje, pasó inmediatamente a las manos de una infinita multitud de compositores -André Campra (1660-1744), Marc-Antonine Charpentier (1634-1704) y Pascal Collasse (1649-1709) para mencionar solamente los más relevantes- que, en total respeto hacia Lully y, sobre todo, hacia el Rey Sol y su poder, mantuvieron intacta el lenguaje y la forma de la tragédie lyrique como el Maestro la había imaginado. Solamente Jean-Philippe Rameau (1683-1764), años más tarde, pudo superar su herencia para transportar las reglas y los estereotipos de la tradición lullyana a un lenguaje musical más expresivo, dinámico y heterogéneo, más atento a los matices humanos de su teatro, pero sin nunca perder el amor por el puro placer, la maravilla, el juego y el deleite de los sentidos.

Pero el barroco musical de París y Versalles no vivió solamente de ópera y teatro. Al contrario: casi como si fuera una reacción natural y opuesta a sus fabulosas extravagancias, la capital francesa fue desarrollando un mundo musical puramente instrumental íntimo y refinado donde coros y danzas fueron reemplazados por claves, flautas y violas de gamba en un amplio repertorio de sonatas, suites y otras formas libres, abiertas a todo tipo de juego y experimentación. Sin dejar a un lado esa idea de placer y deleite de los sentidos, compositores como François Couperin y su numerosa familia, Jean-Marie Leclair (1697-1764), Jean-Joseph de Mondonville (1711-1772), Monsieur de Sainte-Colombe (1640– 1700), Marin Marais (1656-1728), ambos protagonistas de la hermosa película Tous les matins du monde (Alain Corneau, 1991), y el mismo Rameau, entre otros, encontraron en la música instrumental el universo ideal para amables y elegantes diálogos musicales, aunque con frecuentes influencias italianas (el caso de Leclair es, sin lugar a duda, uno de los más interesantes) al servicio de los miembros de la corte y de la rica burguesía de París.

Aparentemente opuestos e incomunicables, los dos mundos que París y Versalles nos entregan en los años del barroco -por un lado, la ópera, suntuosa y majestuosa, apabullante y deliberadamente exagerada, por el otro, el mundo instrumental íntimo, casi silencioso y suspirado, amante del detalle y del gesto delicado- representan en realidad dos caras de una misma realidad cultural y de su proyecto político: a través de la ópera y de los repertorios instrumentales, la monarquía francesa logró no solamente construir una alternativa al barroco italiano, imponiéndose como sólido protagonista en el desarrollo musical de todo el mundo occidental, sino también y sobre todo, definir clara y exitosamente las bases culturales de Francia, mismas que, a partir de Lully, marcarán y definirán toda la historia de la música francesa.

 

Lully – Te Deum

 

Lully – Persee

 

Rameau – Rondeau de Les Indes Galantes

 

Saint-Colombe – Les Regrets

 

Leclair – Conciertos para violín

Francesco Milella
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