Por Francesco Milella
Primer compositor auténticamente vienés, representante de la escuela de la capital austríaca, Schubert fue olvidado por su época. La intervención póstuma de Schumann recuperó el inmenso patrimonio de sus partituras para entregar su nombre a la historia.
Donde descansan los genios
Hay un lugar en Viena en donde la historia de la música se vuelve tangible, en donde los hechos, los nombres y las obras que estudiamos en los libros se transforman en una realidad concreta, silenciosa pero irrefutable. Es suficiente salir del Rin que delimita el centro ciudadano y caminar hacia el sur, hasta el barrio de Simmering. Ahí se encuentra el cementerio de Zentralfriedhof, el más importante de Austria, donde descansan algunos de los grandes nombres de su historia. Caminando hacia el centro del majestuoso espacio se encuentra una categoría para nosotros particularmente importante: las tumbas de los que transformaron Viena en la capital de la música entre el clasicismo y el romanticismo, desde Gluck y Salieri hasta Mozart (solamente un cenotafio) y Beethoven. A su lado – pocos metros de distancia –, continuando un ideal y emocionante orden cronológico que nos lleva hacia el siglo XIX de la familia Strauss y Brahms, aparece otra tumba, elegantísima, de otro compositor, cuyo destino lo acercó a su amado Beethoven mucho más de lo que el mismo habría podido imaginar: Franz Schubert.
Pasión y olvido
Para Schubert, fallecido en 1828 – un año después de su ídolo – a tan solo 31 años de edad, ser sepultado junto a él, era solamente un deseo que la imaginación eternamente adolescente y romántica había transformado en un sueño inalcanzable. Su amor incondicional por la música, alimentado en un principio por su padre y luego de manera autónoma en los diferentes conventos en donde vivió, lo había llevado a componer una cantidad inmensa de obras instrumentales y vocales: sinfonías (9), música de cámara (20), música sacra (33), lieder (300) e incluso óperas (20, incluyendo música teatral). Haydn, Mozart y, sobre todo, Beethoven, los maestros de la escuela de Viena, habían sido sus maestros ideales: sus obras le habían enseñado todo lo que ni siquiera un maestro real, que Schubert nunca pudo permitirse, le habría podido dar; en esas obras encontró las respuestas a todos los retos y los placeres de la composición. Sin embargo, muy pocas lograron alcanzar el escenario de un teatro o de una sala de conciertos, o incluso las máquinas de una imprenta. Para la Viena de esos años, Schubert no era nadie.
El lied: la solución de Schubert
Sin embargo, Schubert supo ser también astuto y buscar formas de sobrevivencia. Sin contar con la red de mecenas que apoyó a Beethoven hasta el último de sus días, Schubert tuvo que construir buenas amistades (la relación con el barítono Johann Michael Vogl fue, en muchos aspectos, la más importante) y buscar formas para poder entrar en la sociedad vienesa por otra puerta, ya que la de la sinfonía estaba completamente saturada por Mozart y Beethoven y la de la ópera tanto por Rossini como por el teatro musical italiano (cabe recordar que Schubert nunca abandonó la composición en estos ámbitos). La solución, que Schubert pronto dominó con extraordinaria maestría, fue la del lied (canción), composición para piano y voz en alemán de carácter íntimo y reservado con temas, sobre todo en el siglo XIX, folklóricos y populares. El lied representaba una de las partes más auténticas de la cultura austriaca que la sociedad vienesa cultivaba con interés en casas privadas, en noches y veladas, en donde Schubert acompañado por Vogl u otro cantante, presentaba sus lieder (las famosas Schubertiadas).
La muerte y la gloria
Gracias a los lieder, al apoyo de un grupo selecto de amigos y sobre todo de su hermano Ferdinand, Schubert logró vivir, comiendo poco, enfermándose mucho, hasta 1828, cuando su cuerpo, debilitado también por los intensos ritmos de composición, cedió a la sífilis. Con su muerte, el nombre y la música desaparecieron por algunos años. El hermano Ferdinand había logrado respetar la voluntad de Franz sepultando su cuerpo junto al de Beethoven (en el cementerio de Währing, ambos cuerpos fueron trasladados a Zentralfriedhof a finales del siglo XIX), pero no pudo hacer nada con las partituras: las composiciones manuscritas de Franz quedaron guardadas en su casa, en silencio, cubriéndose de polvo y poca memoria, hasta 1838 cuando un joven compositor vino a tocar a la puerta de la casa: era Robert Schumann. Había llegado de Alemania y, como buen romántico, su primera parada había sido para rendir homenaje a Beethoven en el cementerio de Währing. A un lado vio la tumba de Schubert completamente abandonada: conocía su música, pero no lo suficiente. “Regresé a casa – nos cuenta Schumann – y me acordé de que seguía vivo uno de sus hermanos. Fui a su casa. Me reconoció ya que en varias ocasiones me había expresado positivamente sobre la música de su hermano. Me contó muchas cosas y me enseño las partituras del hermano”. Cuando Schumann pudo finalmente tocar con mano y leer las partituras originales de Schubert, la emoción lo desbordó: “La riqueza que brotaba de esas páginas me hizo estremecer de alegría. ¿Por dónde comenzar? ¿Dónde va a terminar todo esto?”. El resto es historia: a partir de ese momento, Schumann, junto a otros compositores como Mendelssohn, hicieron lo posible para sacar a Schubert de ese olvido silencioso en el que la mundanidad vienesa lo había abandonado, para colocarlo en donde merecía estar: en la cima de la historia.
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