Mar calmo y próspero viaje op. 112 y Missa Solemnis op. 123

Esta breve obra maestra, poco conocida, apenas discutida y rara vez programada es una de las obras más relegadas en la admiración del público de la producción de Beethoven.

Por Música en México Última Modificación abril 7, 2021

Mar calmo y próspero viaje op. 112 

The New Baroque Times Voices

Esta breve obra maestra, poco conocida, apenas discutida y rara vez programada es una de las obras más relegadas en la admiración del público de la producción de Beethoven. El desaire a esta puesta de dos poemas de Johann Wolfgang von Goethe lo comenzó el poeta mismo. Beethoven conocía y admiraba la poesía de Goethe desde su juventud y puso música a varios de sus poemas, además de realizar la música incidental a Egmont en 1810. Los dos hombres finalmente se conocieron durante unas vacaciones en Teplitz en 1812, y pasaron varias horas juntos a lo largo de algunos días. Dos años después, Beethoven combinó dos poemas de Goethe para hacer esta dramática cantata para coro y orquesta que representa el paso de la oscuridad a la luz. 

La obra se publicó en 1822, con la dedicatoria a Goethe. Beethoven envió una copia al poeta, y aunque Goethe anotó en su diario que recibió la partitura, nunca acusó de recibido. Cuando pasaron nueve meses sin noticias, Beethoven no pudo soportar más y escribió a Goethe una carta, recordando “las horas felices que pasó en su compañía” antes de ir al grano: 

Ahora me enfrento al hecho de que yo también debo recordarle mi existencia; confío en que recibió la dedicatoria de Meersstille und Glückliche Fahrt a la que he puesto música. Me complacería mucho saber si logré unir mis armonías con las suyas de manera apropiada… ¡Cuánto valoraría un comentario general suyo sobre la composición o sobre cómo puse música a sus poemas!

Aún así, la solicitud de Beethoven quedó sin respuesta, posiblemente por falta de decencia común. Eso a veces se excusa en los grandes artistas, posiblemente porque sintió que su poesía no necesitaba de “acompañamiento”, pero probablemente se debió a una total indiferencia por la buena música. Schubert, quien una vez envió a Goethe algunas de sus canciones más impresionantes, todas ellas derivadas de sus poemas, también fue objeto de la misma frialdad. Tres años después de la muerte de Beethoven, Mendelssohn trató de interesar al octogenario poeta en la Quinta sinfonía de Beethoven, sin éxito aparente.

Aunque Beethoven en realidad nunca navegó en un viaje, sabía bien, a través de la difícil experiencia de su propia vida, el significado más profundo de los dos poemas de Goethe que eligió establecer en Mar calmo y Prospero Viaje, por lo que la belleza de la obra de Beethoven no radica en su capacidad para hacer sonar un paisaje marino –la quietud del viento en la apertura, las paulatinas ondulaciones del océano – sino en su comprensión del poder de la transformación. El sentido teatral de Beethoven nunca fue mayor: comienza en voz baja, casi sin ningún sentido de movimiento, y luego, a la primera mención de la palabra weite, la vasta extensión del lejano horizonte, el coro emerge sin anticipación. Finalmente, el viento cambia y el mar comienza a hincharse. La música llega directamente a la última línea de Goethe: “¡Y ahora veo tierra!”. Beethoven lo sabía bien: la sensación de reencontrarse con la sociedad tras un tiempo de aislamiento, de reconquistar sus poderes creativos tras un preocupante período de esterilidad.

Fuente: Phillip Huscher para la Orquesta Sinfónica de Chicago

Missa solemnis op. 123

Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt, dirige Andrés Orozco-Estrada

La Missa Solemis era entre todas sus obras la que el propio Beethoven consideraba la más grande y mejor lograda. La razón es por demás simple. En ella Beethoven debió recurrir a todos los recursos musicales que su experiencia y sus conocimientos ponían a su alcance, tanto en lo que atañe a la instrumentación -en la cual llegó a incluir órgano- como a la técnica de composición. La polifonía, con la que siempre se conservó en buenos términos, está usada con maestría; y si por esta vez siquiera habremos de dar crédito a las crónicas del sospechoso Schindler, al compositor le preocupaba hasta tal punto que durante la composición del Credo especialmente podía llegar a olvidarse por completo del descanso y de la necesidad de ingerir alimento, ahuyentando además durante ese lapso a sus acreedores con gestos y actitudes de verdadero poseído.

Más avanzado el siglo XIX y en pleno auge del librepensamiento, algunos autores pretendieron cuestionar la autenticidad del sentimiento religioso de esta singular creación del genio de Beethoven. En el mejor de los casos es apenas una opinión más para añadir a la de cuantos pretenden poner también en tela de juicio la litúrgica propiedad del Stabat Mater de Rossini o de la Misa de Réquiem de Verdi que tildan de “operísticas”. En el caso de Beethoven tales presunciones quedan de hecho desautorizadas por el insospechable testimonio del principal responsable, a quien pertenecen estas palabras: “Al trabajar en la Misa mi propósito primordial era llegar a excitar el sentimiento religioso tanto de intérpretes como de oyentes, y hacer de este sentimiento algo duradero”.

No olvidemos tampoco la finalidad inmediata de la composición. Beethoven comenzó a escribir esta misa en 1818 con la mira de ofrecérsela de motu propio al más querido de sus aristocráticos discípulos, el Archique Rodolfo, príncipe arzobispo de Olmütz, en oportunidad de su consagración archiepiscopal. Si Beethoven, como tantos católicos de antaño exhibía bastante negligencia en el cumplimiento efectivo de sus deberes de creyente, sus cuadernos de conversación abundan en confesiones que atestiguan en cambio la profundidad y sinceridad de su fe.

La consagración del Archiduque Rodolfo como Príncipe Arzobispo de Olmütz estaba fijada para el 9 de marzo de 1820, Día de San Cirilo y San Metodio, patronos de Moravia. Pese a las buenas intenciones de Beethoven, la fecha de la ceremonia llegó mucho antes que la Missa Solemnis estuviese terminada; esto ocurrió sólo dos años después, a mediados de 1822. Las diferentes partes fueron escalonándose en el transcurso de cuatro años: el Kyrie en 1819, el Gloria y el Credo al año siguiente, el Sanctus y el Benedictus en 1821, el Agnus Dei en 1822. La partitura le fue remitida al flamante arzobispo, expresivamente dedicada, el 9 de marzo de 1823. Más no se crea por ello que Beethoven se hubiese dado por satisfecho; la obra siguió experimentando modificaciones hasta bien entrado el año siguiente, momento en el cual el compositor pareció complacido al fin.

La primera ejecución -incompleta- tuvo lugar el 7 de mayo de 1824, coincidiendo con la famosa “academia” en que también se estrenaron la Novena sinfonía y la Obertura a La consagración de la casa, en el Teatro Körntnerthor. La obra fue expresivamente recibida por un enardecido público, en cuya actitud se hace difícil discernir hoy hasta qué punto incidieron los sentimientos suscitados por la comprobación de la total sordera del gran compositor. Fue ese día, en efecto, cuando Beethoven, por completo al margen del bullicioso ambiente de la sala y no advirtiendo por ello la atronadora ovación de que era objeto en plena ejecución de la Novena, debió ser asido del brazo por la cantante Carolina Unger -encargada de la voz soprano en el famoso último movimiento- para volverse hacia el entusiasmado y conmovido público que colmaba la sala hasta su total capacidad.

Tuvieron que transcurrir casi treinta años tras la muerte del compositor para que se cumpliese en cambio la primera ejecución integral de la Misa Solemne. Ello ocurrió, pues, en 1855. Esta misa sintetiza con rara elocuencia los sentimientos de Beethoven, a la vez que constituye una suerte de grandiosa autobiografía moral y espiritual del maestro, en especial durante el dramático quinquenio comprendido entre 1818 y 1822, en cuyo lapso aquél hubo de fluctuar a menudo entre la desesperación y la alegría, entre la más dolorosa resignación y un triunfante cierre su carrera musical de tintes casi heroicos.

Fuente: refinandonuestrossentidos.com

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